LA
INMENSA VITALIDAD DEL CASTELLANO A PARTIR DE SU CAPACIDAD DE EXPRESAR UNIVERSALMENTE
LAS CULTURAS AMERICANAS ORIGINARIAS, EL MESTIZAJE DEL PERIODO INDIANO Y SU
EXPANSIÓN COMO EXPRESIÓN DE UNA NUEVA CULTURA EN EL NORTE DE AMÉRICA
En un
discurso magnífico, interrumpido varias veces por aplausos estruendosos, Sergio
Ramírez abrió en Panamá el VI Congreso de nuestra lengua.
Sergio Ramírez al pronunciar sus palabras en Panamá
El escritor
nicaragüense, autor de Perdón y olvido,
Margarita está linda la mar, Mil y una muertes, Sombras nada más y La fugitiva,
hizo un alegato vibrante acerca del carácter de nuestra lengua, su expansión, su vitalidad
y su capacidad para expresar un futuro diferente para el mundo. “Soy un escritor de una lengua vasta,
cambiante y múltiple, sin fronteras ni compartimientos, que en lugar de
recogerse sobre sí misma se expande cada día, haciéndose más rica en la medida
en que camina territorios, emigra, muta, se viste y de desviste, se mezcla,
gana lo que puede otros idiomas, se aposenta, se queda, reemprende viaje y
sigue andando, lengua caminante, revoltosa y entrometida, sorpresiva, maleable…”
dijo Ramírez. Ciertamente, el castellano es la lengua materna más hablada del
mundo, y en términos totales, la segunda del mundo y la tercera en Internet.
Expresa los sueños irreductibles de un pueblo mestizo como su lengua castellana
y su hermana lengua portuguesa, que celebra toda su historia como promesa. Porque
el Congreso de la Lengua también fue el marco para celebrar los 500 años del
descubrimiento del Océano Pacífico –que los americanos navegábamos desde varios
siglos antes- por Vasco Núñez de Balboa.
Discurso
pronunciado en la inauguración del VI Congreso Internacional de la Lengua Castellana en Panamá, 20 de octubre de 2013
Sergio Ramírez
Siempre
me ha intrigado saber lo que es sentirse escritor de una lengua que tiene el
país por cárcel, una lengua que no se habla más allá de las propias fronteras.
Claro que el tamaño de una lengua no se mide por sus límites geográficos, ni
creo que haya lenguas pequeñas. Todas tienen sus propios registros mágicos e
inmensas posibilidades literarias, pero éstas de las que hablo son lenguas
hacia adentro.
No sé
lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Hay escritores que
desde allí, desde esos compartimentos, se han trasplantado a alguna de
las grandes lenguas europeas, como el gran escritor Milán Kundera, que ahora
escribe en francés, y no en checo. Pero para mí, una renuncia semejante
significaría alejarme de la casa de la infancia por siempre clausurada, desde
donde me llegan las voces que un día aprendí para siempre.
Son
escritores que dejan de escribir en la lengua en que nacieron, y con la que
nacieron, bajo un sentimiento de asfixia. El sentimiento de que su voz se
escucha de cerca, pero no de lejos, de por medio o no la traición de las
traducciones. Y no puedo verlo sino como una dolorosa mutilación, como la que
se practicaba a los castrati en el siglo diecisiete, que
ganaban así una nueva voz, pero perdían para siempre la propia. Mutilarse para
sobrevivir. Pero peor que la castración es la deslenguación, la lengua
extirpada, desde su arranque y raíz.
Quitarse
la lengua uno mismo, o que se la quiten por la fuerza. Otro de los grandes
escritores centroeuropeos, Sandor Marais, sintió que había muerto cuando sus
libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, fueron prohibidos. Ya
tenían sus novelas el país por cárcel, y ahora las enviaban al cementerio. Le
habían extirpado la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado
de la guardarraya, ni siquiera en Polonia o en Austria, donde no estaba
traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no
existiera. Y así el mundo se perdió por muchos años la espléndida belleza
de sus palabras, mientras él decidía su suicidio en el exilio, ya sin lengua.
Nicaragua
es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, o de lo que fue la
antigua Checoslovaquia de Milán Kundera, y por eso me intriga, y me aterra, esa
posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de
quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.
Si en
cada uno de los países de Hispanoamérica se hablara una lengua diferente,
viviría yo también, a fuerza, ese síndrome de babel que obliga a despreciar la
propia lengua para entregarse sin consuelo a otra de mayores posibilidades. Y
al perder la lengua así, cortada desde donde empieza, en lo hondo de la faringe,
perdemos también la garganta, la boca, el oído, el olfato, la visión.
Al
perder la palabra, perdemos la memoria. Para ser trasplantado hay que ser
arrancado de las propias raíces, porque la lengua no es solamente una forma de
expresión que uno pueda cambiar en la boca a mejor conveniencia, sino que es la
vida misma, la historia, el pasado, y aún más que eso, el existir en función de
los demás, porque la lengua sola de un individuo hablando en el desierto no
tendría sentido, menos para un escritor, que si existe es porque alguien más
comparte sus palabras, y las vuelve suyas. Según evocaba Miguel Angel Asturias
la tradición del pueblo quiché, el mismo pueblo que nos heredó la magia del
Popol Vuh, aquel que habla en nombre de los demás es el Gran Lengua de su
tribu.
Existimos,
porque podemos hablar entre todos los que profesamos esa misma lengua, y con
esa misma lengua, sin confundirnos como en el Pentecostés, cambiándola cada
día, y agregándole capas de pintura creativa, en lo que hablamos en la calle, y
en lo que escribimos en la literatura.
Soy un
escritor de una lengua vasta, cambiante y múltiple, sin fronteras ni
compartimientos, que en lugar de recogerse sobre sí misma se expande cada día,
haciéndose más rica en la medida en que camina territorios, emigra, muta, se
viste y de desviste, se mezcla, gana lo que puede otros idiomas, se aposenta,
se queda, reemprende viaje y sigue andando, lengua caminante, revoltosa y
entrometida, sorpresiva, maleable. Puedo volar toda una noche, de Managua a
Buenos Aires, o de la ciudad de México a Los Ángeles, y siempre me
estarán oyendo en mi español centroamericano.
Español
de islas y tierra firme, deltas, pampas, cordilleras, selvas, costas ardientes,
páramos desolados, subiendo hacia los volcanes y bajando hacia la mar salada,
ningún otro idioma es dueño de un territorio tan vasto. Me oirán en la
Patagonia, y en Ciudad Juárez, un continente de por medio, y en el Caribe de
las Antillas Mayores, y en el arco del Golfo de México, y del otro lado del
dilatado Atlántico también me oirán, y oiré, en tierras de Castilla, y en las
de Extremadura, y en las de León, en las de Aragón. Y en Guinea Ecuatorial, y
en el desierto saharaui. Nos oiremos, hablaremos. Sabremos de qué estamos
hablando, porque en la lengua, somos idénticos, estamos ungidos por la misma
gracia.
Augusto
Roa Bastos es un híbrido del español y el guaraní, de otra manera no existiría Hijo de Hombre. La sintaxis
quechua entra en la escritura de José María Arguedas, de otra manera no
existiría Los ríos profundos.
Sin la lengua yoruba, congo o mandinga y su profundo palpitar de tambores, no
existiría Songoro Cosongo de
Nicolás Guillén, ni Tuntún de
pasa y grifería de Luis Palés
Matos, y sin el quiché tampoco Hombres
de Maíz de Miguel Ángel
Asturias.
Aguas
revueltas de ríos distintos, una sola en su vasta y caótica diversidad que ya
del lado de los emigrantes hispanos a Estados Unidos, se vuelve más vasta y
sigue nutriéndose y transformándose. Porque una lengua viva, que emigra,
y no se queda enclaustrada en su propia casa, siempre lleva las de ganar.
Cuando
en América hablamos acerca de la identidad compartida, nuestro punto de
partida, y de referencia común, es la lengua. No somos una identidad étnica, no
somos una multitud homogénea, no somos una raza, somos muchas razas. La
diversidad es lo que hace la identidad. Tendremos identidad mientras la
busquemos y queramos encontrarnos en el otro. Pero somos una lengua, que
tampoco es homogénea. La lengua desde la que vengo, y hacia la que voy, y que
mientras se halla en movimiento, me lleva consigo de uno a otro territorio,
territorios reales o territorios verbales.
Estratos
geológicos superpuestos, palabras escondidas abajo, y encima la agobiante
modernidad que trastoca los vocablos que buscan el cauce de las necesidades
tecnológicas, porque quien no inventa tecnología tampoco inventa los términos
de la tecnología, y entonces la lengua abre sus valvas para recibir esas
palabras ajenas, y volverlas propias, el inglés como antes el árabe.
No
puedo sentirme solo. No tengo mi lengua por cárcel, sino el reino sin límites
de una incesante aventura, de Cervantes a García Márquez, de Góngora a Rubén
Darío, de Alonso de Ercilla a Pablo Neruda, de Bernal Diaz del Castillo a Juan
Rulfo, de Lope de Vega a Julio Cortázar, de Sor Juana a Javier Villaurrutia, de
Miguel Hernández a Ernesto Cardenal, del Inca Garcilaso a César Vallejo, de
Pérez Galdós a Carlos Fuentes, de Rómulo Gallegos a Vargas Llosa, de García
Lorca a José Emilio Pacheco.
Es
nuestra lengua mojada. La que entra oculta a los Estados Unidos en los furgones
de carga, hacinada en los techos de los vagones del tren de la muerte en viaje
de Chiapas a Sonora, la que pasa debajo de las alambradas, la que traspasa el
muro inteligente, la que burla los detectores infrarrojos, la que no se
deja encandilar por los reflectores, la que huye de los perros de presa que
saben oler pobreza y sudores, y de los cebados granjeros de Arizona convertidos
en vigilantes armados de fusiles automáticos.
Vigilante. Palabra ésa que, ironías de la lengua perseguida, le pertenece a
ella misma.
Emigra
desde tan lejos como Bolivia, el Perú y Ecuador, acampa en el río Suchiate
esperando la noche para pasar a nado, siempre acosada a lo largo de su marcha
temerosa hacia el otro río, el río Bravo, clandestina, y por tanto subversiva.
Es la lengua de la pobreza, que cae bajo las balas de los Zetas en su camino,
lengua triste y masacrada que sin embargo vuelve a despertar al nombrar cada
vez al dolor y la miseria, pero también la esperanza.
Renace
todos los días, se aclimata, camina. Cambia mientras camina. El español de la
Tierra del Fuego y el de los salares del desierto de Atacama, el de las alturas
de Machu Pichu y el de la tierras caliente de Michoacán, el español del valle
del Cauca y los llanos de Apure, el español de la estrecha garganta pastoril
iluminada por el fuego de los volcanes que es Centroamérica, el español
campesino del Cibao dominicano y el insaciable español habanero, el español
tapatío y el de los chilangos de la región más transparente del aire, y el del
desierto de crudos espejismos de Sonora, el español de las dos Californias, el
de las madreadas mexicanas en Los Ángeles, el de los murmullos de los
inmigrantes ecuatorianos y bolivianos perseguidos en San Diego, el de los
nicaragüenses que lloran de cabanga en San Francisco por su paisaje perdido, el
de los tex-mex del Paso, el de los chicanos de Yuma. La raza. El español
de los hondureños dejados desde antaño en las costas de Luisiana por los barcos
bananeros de la Flota Blanca, el de la Florida de Ponce de León donde se habla
en son cubano, el de los salvadoreños, los tristes más tristes del mundo de
Roque Dalton, en las barriadas de Washington, el vasto e intrincado español de
los dominicanos, y los puertorriqueños de Nueva York.
La
lengua que se paraliza en la boca es una lengua muerta. Y el español es también
en los Estados Unidos una lengua literaria, que es la otra manera de que una
lengua viva sin riesgos de muerte. Una lengua de los escritores que han
traspasado la frontera, o que han nacido en el territorio de Estados Unidos, y
escriben en español. Unos hablan la lengua, otros la escriben, y estos son sus
dos puntales vitales. Es un asunto verbal, no territorial. Una cultura híbrida,
variada, y contradictoria, sorprendente y sorpresiva, que varía su sintaxis,
que crea neologismos, que se aventura a inventar.
Quienes
la hablan y quienes la escriben son protagonistas de esa invasión verbal que
cada vez más tendrá consecuencias culturales. Consecuencias de dos vías, por
supuesto, porque cuando las aguas de un idioma entran en las de otro, se
produce siempre un fenómeno de mutuo enriquecimiento.
La
lengua que gana nuevos códigos cerca del lenguaje digital, de los nuevos
paradigmas de la comunicación, de los libros electrónicos, de las infinitas
bibliotecas virtuales que estuvieron desde antes en la imaginación de Borges, y
que gana modernidad mientras se adentra en el siglo veintiuno.
El
Gran Lengua seguirá siendo el vocero de la tribu. El que tiene el don de la
palabra y representa así a los que no tienen voz. El que alza la voz, es él mismo la
lengua, la encarna, y se encarna en ella. Guarda y publica la memoria de las
ocurrencias del pasado, inventa, imagina, interpreta, recrea, explica, y seduce
con las palabras.
¿A qué
otra cosa mejor puede aspirar un escritor, sino a ser lengua de una tribu tan
variada y tan vasta?