El “libre comercio” no es libre ni es comercio si las naciones y las empresas que comercian no tienen una capacidad de negociación equivalente y no se crean organismos internacionales capaces de combatir los abusos originados en la desigualdad.
Humberto Podetti (Foro San Martín)
Andrés Bello en la época en que era Canciller de Chile |
Los acuerdos o contratos entre las personas y las empresas requieren que ambas tengan un poder de negociación equivalente para evitar que la más poderosa imponga condiciones desfavorables a la más débil. Los contratos celebrados entre iguales no alcanzan al 5 % de todos los contratos. La desigualdad en el restante 95 % ha sido y sigue siendo uno de los instrumentos más eficaces para producir la gigantesca brecha entre ricos y pobres, cada vez más escandalosa ante la riqueza descomunal acumulada en el mundo. En Estados Unidos, uno de los países más desiguales de la tierra, el 1 % de la población tiene lo que el 99% necesita, como denuncia Joseph Stiglitz, en el subtítulo de su libro El precio de la desigualdad (Ed. Taurus, Buenos Aires, 2012).
Y Estados Unidos y sus socios públicos y privados, utilizan el mismo instrumento -su mucho mayor poder de negociación- en el comercio internacional, para concentrar el 99% de la riqueza que las naciones necesitan, invocando por cierto el “libre” comercio.
El Movimiento Independentista americano tuvo una clara percepción de este grave problema y proyectó mantener unida a América Latina, desde California y Tejas hasta el polo sur, como poder político y económico ante el resto del mundo y como sociedad justa y equilibrada de sus pueblos. A este proyecto se opusieron los herederos de los encomenderos, convertidos en comerciantes “internacionales” de lo que producían los pueblos americanos. Inglaterra primero e inmediatamente después Estados Unidos propusieron el “libre comercio” a estos comerciantes portuarios y para obstaculizar la constitución de un único estado latinoamericano, idearon la “cláusula de nación más favorecida”, conforme a la cual cualquier ventaja que se otorgasen entre sí las diferentes comunidades de América Latina debía automáticamente considerarse otorgada a Inglaterra o EEUU.
Para contrarrestar sus efectos, Andrés Bello –notable americanista, uno de los primeros teóricos de la conversión del castellano en lengua americana, literato, jurista y político venezolano/chileno- incluyó en el Tratado de Libre Comercio entre Chile y Estados Unidos de 1832, la Cláusula Bello, conforme a la cual “Chile se reserva el derecho de conceder a los demás países latinoamericanos condiciones más favorables que las otorgadas a Estados Unidos, sin que sea aplicable a esa concesión la cláusula de nación más favorecida”. El fundamento de la cláusula, explicaba Bello, “radica en la íntima conexidad e identidad de sentimientos e intereses de los nuevos estados americanos, que fueron miembros de un mismo cuerpo político” (Alejandro Guzmán Brito, Vida y obra de Andrés Bello especialmente considerado como jurista, Ed. Thomson Aranzadi y Fundación Maiestas, Pamplona, 2008, p. 126).
Lucás Alamán impulsó una cláusula semejante en el Tratado entre México e Inglaterra de 1840, “reservando México tratamientos especiales para los países del área, no extensibles a otros países”. Venezuela y Nueva Granada (Colombia) dieron un paso más en su Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1842: introdujeron el compromiso de limitar la cláusula de nación más favorecida en los acuerdos que firmaran con naciones que no fueran de América latina, fundándose en la “vigencia de un ordenamiento jurídico común” (el notable derecho indiano, aún hoy uno de los ordenamientos jurídicos más humanistas de todos los tiempos), debiendo entendérselo como el “natural efecto de las conexiones políticas que contrajeron unidas antes en un solo cuerpo de Nación y como parte de la alianza que tienen pactada para el sostenimiento de su independencia”.
La Cláusula Bello fue propuesta por Chile a todos los países de América Latina para que la aplicaran en los Tratados de Libre Comercio con las potencias. Porque sus efectos, naturalmente, sólo podían obtenerse si todos los países latinoamericanos seguían el ejemplo de Venezuela y Colombia y se comprometían a incluirla sin excepciones. Chile la aplicó ininterrumpidamente hasta 1845, insistiendo en su convocatoria a la reciprocidad. Venezuela y Colombia dieron un primer paso, pero luego lo abandonaron. Y las demás naciones americanas no lo hicieron, apartándose de uno de los principales objetivos del Movimiento Independentista, lo que retrasó muchos años la integración de nuestro continente.
Entre 1895 y 1930 Chile realizó otro esfuerzo, incluyendo la Cláusula Bello en sus Tratados con Suiza (1897), Italia (1898), Dinamarca (1899), Noruega (1927), Egipto (1930) y Checoslovaquia (1930).
Con los mismos fines de incrementar la capacidad de negociación de nuestras naciones, aunque de carácter directamente político, se firmó en Buenos Aires el 15 de mayo de 1915 el Tratado del ABC (Argentina, Brasil, Chile), que se proponía contener el intervencionismo norteamericano en América del Sur, estableciendo un polo de poder sureño. Si bien la iniciativa fue del brasileño Río Branco, el compromiso chileno fue decisivo para la firma del Tratado.
También estuvo presente la beneficiosa influencia del arielismo en la juventud latinoamericana, germen de los grandes movimientos populares del siglo XX: el yrigoyenismo, el Movimiento Nacionalista Revolucionario boliviano, el APRA de Víctor Raúl Haya de la Torre en Perú, el varguismo en Brasil, el ibañismo en Chile y particularmente el peronismo en Argentina.
Con la llegada de Perón al gobierno en Argentina, se puso en práctica una verdadera política sudamericana, destinada a conformar un polo de poder integrador, heredero del Tratado del ABC, con el liderazgo argentino. Si bien la oposición brasileña al gobierno de Getulio Vargas impidió la firma del Tratado con Brasil, Argentina firmó Tratados de Unión Económica con Chile, Paraguay y Ecuador en 1953 y con Bolivia en 1954. Estos Tratados no sólo implicaban un freno para los TLC con cláusula de “nación más favorecida” sino que implicaban verdaderos acuerdos de complementación económica, coordinación de la producción forestal, minera, agropecuaria, industrial y energética y el desarrollo de una industrialización concertada de los países de América del Sur. Todos los Tratados incluían, además, una cláusula por la cual los firmantes expresaban su anhelo “de que la presente Unión sea integrada por todos los pueblos hermanos de América”.
El derrocamiento de los gobiernos populares en América por golpes militares impusieron la desaparición del polo integrador. Varios años después, con el paulatino regreso de gobiernos populares, en 1969 se firmó el Pacto Andino en Cartagena de Indias, que dio lugar a la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y en 1991 el Tratado de Asunción que fundó el MERCOSUR. Pero estos acuerdos aún estaban distantes de proponerse constituir una organización supranacional en América del Sur.
Desde comienzos del tercer milenio, América Latina ha desarrollado una nueva situación del continente. Desde 2004, en que se proclamó el Consenso del Cusco en la ciudad que fue capital de América del Sur durante casi un siglo, y 2005 en que se rechazó la incorporación al ALCA en la reunión de Mar del Plata, el proceso de integración latinoamericana ha dado pasos decisivos con la UNASUR y la CELAC. La solidaridad continental ha retomado el impulso que le dio Perón a mediados del siglo XX. Sin embargo, los grandes actores globales siguen oponiéndose abiertamente a la formación de un estado continental industrial en America.
UNASUR y CELAC han conseguido albergar a todos los procesos económicos que incluyen a algunos de los países latinoamericanos y caribeños.
El más reciente de ellos, la Alianza del Pacífico, que reúne desde 2011 a México, Colombia, Perú y Chile, se ha propuesto reducir hacia fines de este año a 0 el arancel en los intercambios del 90 % de los productos que constituyen el comercio entre los cuatro países. Es un precedente valioso, que debería incluirse como objetivo a alcanzar para todos los países de América Latina y el Caribe. Es también una oportunidad para México, para intensificar su mirada hacia el Sur, sin perjuicio de que será siendo la frontera con el norte. Pero también puede convertirse en la puenta de entrada con arancel 0 de productos que se fabrican susbsidiados o con salarios indignos y descuido a la naturaleza en cualquier región del mundo o que persigan desarticular los procesos de industrialización de nuestras naciones. Esto puede afectar a sus miembros, como el Nafta obligó a la industria textil mexicana a competir con los textiles chinos, y obligarlos a afrontar afronten la desigualdad y las imposiciones económicas de EEUU, también supondrá a la larga perjuicios para el desarrollo de economías independientes en esos países pero también a los demás miembros de UNASUR y CELAC.
Es desde ese punto de vista un desafío que tiende nuevamente a crear obstáculos que frenen el desarrollo del proceso de integración. Y como ha ocurrido hasta ahora, si vía la pertenencia de México al ALCA se convierte en un puente por el cual los cuatro países.
Por eso es el momento que UNASUR y la CELAC den claros ejemplos de cómo se construye definitivamente la solidaridad sudamericana y latinoamericana, estableciendo que todos los Tratados de Libre Comercio que celebren las naciones de América Latina con estados extra regionales deberán incluir la Cláusula Bello.