Pintura de Rafael Ramón González |
La Ciencia
Política es una disciplina intelectual que en las
últimas décadas ha empezado a cursarse en las Universidades de América Latina.
Este humilde editor del blog del Foro San Martín ha dicho alguna vez que es una
“contradicción en términos”, pero con eso tal vez reflejaba simplemente el
fastidio que le causa la colonización que el pensamiento y las categorías
académicas de moda en el Atlántico Norte han tenido entre los compatriotas que
siguen esta carrera.
Para
demostrar que esa colonización no es completa, queremos acercarles este trabajo
de María Esperanza Casullo, graduada en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos
Aires y Magister en Políticas Públicas y Gerenciamiento del Desarrollo de
Georgetown University y UNSAM. Y autora de algunos de los blogs más
interesantes de Argentina.
América
Latina está cambiando aceleradamente, y no se la debe enfrentar con categorías
antiguas e ineficaces.
Las
ciencias sociales buscan subsumir la multiplicidad de eventos en una serie
limitada de categorías de un grado mayor de abstracción. Las categorías
conceptuales funcionan como cajas contenedoras, en los que se dejan caer los
“casos” en una u otra, según ciertas características que los asemejan entre sí
o los diferencian de otros. La función de la teoría política es, o debería ser,
definir y crear estas cajas con rigurosidad. Por supuesto, los conceptos
implican un esfuerzo de estilización y reducción, y lo que se gana en
generalidad se pierde en riqueza y densidad del detalle. La creación de mapas
conceptuales conlleva la pérdida del territorio.
Sin
embargo, sin creación de conceptos es casi imposible comparar, es decir,
avanzar hacia un conocimiento de lo social más generalizable. De esta manera
funciona también la ciencia política. Sin embargo, hay algunas cuestiones
específicas a la historia de su acervo conceptual. A riesgo de simplificar
excesivamente, puede decirse que la ciencia política latinoamericanista se ha
caracterizado por un afán de mantener el número de “cajas” reducido, es decir,
utilizar una cantidad pequeña de conceptos para explicar un número muy grande
de casos.
Estos
conceptos se han organizado, además, normativamente. Así, la ciencia política
de y sobre la región ha tendido a organizar sus conceptos sobre un eje
normativo binario, con una caja “buena” de un lado y una caja “mala” del otro.
Los casos, debían ser clasificables de manera neta: o caían dentro de una caja
o dentro de la otra. Durante las primeras tres cuartas partes del Siglo XX, la
dicotomía conceptual de base era clara: la disciplina compartía, a grandes
rasgos, la aceptación del par conceptual autoritarismo/democracia.
Hasta
años recientes, al estudiar los procesos políticos en un país latinoamericano, la
mente del analista en la gran mayoría de los casos ya tenía una pregunta
prefigurada: “¿Es un caso de autoritarismo o un caso de democracia?”. A esta
pregunta madre le seguían otras: “Si es un caso de autoritarismo, ¿cómo podría
y cuán lejos está de volverse democrático?”; “¿de qué tipo de autoritarismo se
trata?” o “¿cuáles son los actores potencialmente aliados de la democracia que
existen?”.
No
es que este binarismo conceptual fuera errado, ya que la oscilación entre
democracia y autoritarismo fue el principal tema político de la región durante
la primeras tres cuartas partes del siglo pasado. Nadie podría reprocharle a la
ciencia política el comprometerse teórica y políticamente con el avance de la
democracia en la región. Sin embargo, la cuestión se ha complicado desde la
década del ‘80 hasta la fecha. Las naciones que atravesaron transiciones a la
democracia han logrado, hasta ahora, escapar a las por entonces tan temidas
reversiones al autoritarismo, y la región lleva en conjunto treinta años cumpliendo
con los criterios mínimos (y en varios países, no tan mínimos) de una
democracia aceptable: elecciones libres, libertad de asociación partidaria,
alternancia en el poder, sociedad civil activa y libertad de prensa.
Como
dice, entre otros, Manuel Alcántara Sáez, las democracias de la región pueden
considerarse (en términos generales) incluidas dentro del concepto de
“poliarquía”. En este escenario, el par autoritarismo/democracia ha dejado de
ser el único, o el más útil, andamiaje conceptual con el cual comprender la
realidad política regional. Es decir, es posible afirmar que los países de la
región, con la excepción de Cuba y Honduras, son democracias en donde se
realizan elecciones libres, en donde no existen amenazas inminentes de golpes
de Estado y en donde las fuerzas de oposición pueden llegar al poder en un
futuro mediante medios electorales.
Aun
en el caso de Venezuela, las reformas constitucionales del chavismo han sido
refrendadas en las urnas y las últimas elecciones fueron consideradas limpias
por los observadores internacionales. Por supuesto, Venezuela se encuentra
entrando en su propia transición al poschavismo, y los escenarios a futuro son
múltiples. En Chile, Brasil, Uruguay, Bolivia, Colombia y también en la Argentina vemos procesos
en los cuales la democracia no sólo demuestra resiliencia sino inclusive
posiblidad de incluir a poblaciones antes excluidas del juego político.
Parece
más útil, entonces, preguntarse qué tipo de democracia encontramos en tal o
cual país y cómo podemos caracterizarla en términos de modelos institucionales,
extensión de derechos y participación, que plantearse si es una democracia o un
autoritarismo de viejo cuño. Esto no implica negar los problemas que aún tienen
nuestros países, pero para solucionarlos no parece la mejor opción impugnar la
totalidad de los regímenes con la bandera del autoritarismo. Además, las
sociedades civiles de la región han demostrado un enorme compromiso
democrático. Tampoco ayudan en este sentido las categorías de derecha e izquierda
para comprender la realidad política de la región.
Hoy
hay aún más dificultades que en el pasado para definir qué es izquierda o qué
es derecha con rigurosidad. Steven Levitsky y Kenneth Roberts definen izquierda
en “The Resurgence of the Latin American Left” como aquellos gobiernos que
buscan reducir la desigualdad social. Esta definición que intenta ser vaga a
propósito es, sin embargo, problemática ya que, por ejemplo, los gobiernos de la Concertación en Chile
no podrían ser considerados de izquierda con esta categoría o el gobierno
kirchnerista debería ser considerado el más de izquierda del continente, algo
con lo que seguramente la mayoría de los analistas no coincidirían. En los
derechos sociales, por dar otro ejemplo, gobiernos considerados de derecha
tomaron medidas de la agenda del progresismo histórico, como el caso de Carlos
Menem, que combinó una agenda liberal en lo económico con la sanción de la ley
de Cupo Femenino y la inscripción de los derechos de los pueblos originarios en
la Constitución.
En
síntesis, cualquier intento de calificar a todos los gobiernos de la región
como de izquierda o de derecha culmina en una multiplicación de tipos híbridos
y subtipos que, más que aclarar, complican. Un par que resulta, a mi juicio, es
el de tecnocrático/populista. El uso de estas categorías tiene una dificultad:
que apuntan a dimensiones relacionadas con el tipo de liderazgo, el tipo de
coalición política de apoyo y el tipo de relación entre política y políticas
públicas más que a cuestiones que tienen que ver con el contenido de las
políticas en sí.
Sin
embargo, es más fácil comprender a la Concertación chilena desde su concepción
tecnocrática de la gobernabilidad que como un puro gobierno de izquierda, así
como queda claro que el gobierno de Alvaro Uribe en Colombia resultó más
similiar, por su estilo de construcción de poder, al chavismo que a Sebastián
Piñera. Por supuesto, no es la idea el reemplazar un binarismo por otro y la
pregunta por el carácter populista o tenocrático de las fuerzas políticas no
agota la totalidad de los fenómenos. La realidad latinoamericana está cambiando
aceleradamente, y no resulta adecuado enfrentarla con categorías que se crearon
en otro lugar y para otro momento histórico. De no ampliar el baúl de conceptos
teóricos, se corre el riesgo de quedar hablando un lenguaje cada vez más para
pocos.
María Esperanza
Casullo
Fuente: El Estadista
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