11 de septiembre de 2012

Nuestro proceso de integración.

Pintura de Miguel Alandia Pantoja, Bolivia.



Como nos integramos los suramericanos

En los últimos tiempos escuchamos en Argentina críticas severas a la lentitud, hasta la inmovilidad de la integración. “El proceso político suramericano ya no muestra la misma vitalidad”, o directamente “El Mercosur ha fracasado”. Estas críticas no surgen de los que siempre se han opuesto o no han creído en la unidad de nuestra América, sino de muchos que se preocupan ante lo que sería una nueva frustración.

Frente a esas inquietudes, quise actualizar y volcar en la página del Foro una reflexión – que ya había publicado en mi blog y en una revista de planificación – donde trato de poner en perspectiva el proceso que estamos viviendo, y compararlos con los otros que se registran en el planeta. Y también, despertar el justificado orgullo de todos nuestros compatriotas americanos, por los logros que se están consiguiendo.

A partir de la segunda mitad del siglo pasado, surgió un nuevo y significativo desarrollo en el escenario mundial: los acuerdos de integración entre naciones soberanas. Aunque en algunos casos sólo fueran nominalmente soberanas, es importante comprender la novedad que estos procesos representaban en la Historia.

Por primera vez desde que el Estado Nación moderno empezara a tomar forma después de la Paz de Westfalia en 1648 y llegara a ser a través de los siglos siguientes la forma “natural” de organización humana – y de identidad de los pueblos –, grupos de naciones emprendían uniones voluntarias, sacrificando porciones de su soberanía, no para un objetivo determinado, como era – habitualmente – vencer en una guerra, sino con fines mucho más amplios, y, al menos en la intención, permanentes. Para constituir “una unión cada vez más estrecha entre sus pueblos”, en las palabras del Tratado de Asunción que en 1991 dio origen al MERCOSUR.

Es importante tener presente la novedad de este proceso, para apreciar que entre sus muy pocos antecedentes, está el que dio origen y se manifestó en la Guerra de Independencia de nuestra América, desde México hasta el Río de la Plata, cuando legisladores y guerreros de todos nuestros países se mezclaron en un esfuerzo común, sin distinción de origen ni bandera. El proyecto de una Confederación de Naciones sufrió el embate de las dificultades materiales, los egoísmos internos y las ambiciones internas. Para 1830 ya había fracasado. Pero el sueño y su legado permanecieron.

La Unión Aduanera de los estados alemanes (en alemán: Zollverein) creada en 1834, y que a menudo se cita como antecedente es, si lo observamos bien, un caso diferente. Partía de una conciencia nacional previa, fortalecida en la lucha contra Napoleón, y también se necesitó un estado, Prusia, cuya hegemonía militar, demostrada en la guerra, sirvió como punto de partida de la organización política definitiva. El mismo rol que cumplió por esos años el Piamonte en Italia, y, siglos antes, Castilla en España.

Ahora, está claro que desde el 9 de mayo de 1950, cuando el ministro francés de asuntos exteriores Robert Schuman – con la memoria cercana de dos guerras mundiales y el peso de las entonces dos Grandes Potencias, EE.UU. y la URSS., que se dividían Europa - lanzó un llamamiento a Alemania Occidental y a los países europeos que lo deseasen para que sometieran bajo una única autoridad común el manejo de sus producciones de acero y carbón, fue el proceso de construcción de la Unión Europea el que sirvió de acicate y referencia para todas los procesos de integración que comenzaron a darse en todo el globo.

En todo el globo se han formado en estos sesenta años asociaciones de países, por cercanía geográfica y, en ocasiones, histórica, que han firmado tratados de libre comercio y llevado adelante esfuerzos de complementación. En el Sudeste asiático, en el África subsahariana, en el Magreb, en el Asia central, … Parece imponerse un consenso tácito que da la razón a un viejo planteo de pensadores y estadistas de nuestra América: sólo Estados de dimensiones continentales están en condiciones de encarar los desafíos de esta etapa de la historia. Y aún esos estados…

Hasta la ex Unión Soviética decidió formar en su momento con sus países satélites el COMECON. EE.UU. consideró conveniente sumar a México y a Canadá a una zona de libre comercio de América del Norte, el NAFTA. Y propuso otra para todo el continente americano, el ALCA. Más allá del menor o mayor carácter voluntario de estas dos últimas asociaciones, resulta evidente – dada la disparidad de poder y la nula intención de compartir soberanía – que, antes de integración, corresponde en esos casos hablar de incorporación a un espacio supranacional... hegemonizado por otra nación.

Fue entonces el Mercado Común Europeo y su sucesor, la Unión Europea, como señalé antes, lo que se planteó ante los pueblos del mundo como ejemplo de una integración exitosa. Y es cierto que brindó décadas de paz y prosperidad a los pueblos que se sumaban a esa Unión. E incorporó, sin tensiones excesivas, las naciones de la parte europea del derrumbado imperio soviético.

También hay que tener presente como, en los ´90, contempló, como testigo casi indiferente, una guerra genocida en su viejo “bajo vientre”, los Balcanes. Y el fracaso más visible hoy, la forma egoísta y miope – quizás fatal – con que maneja la inmigración y la crisis financiera que arrastra a cada vez más de sus miembros.

Igual, sería injusto y arriesgado dar por hecho el fracaso de ese experimento. Queda ese desafío para los europeos. Lo que entiendo necesario es que nosotros, los americanos del sur, examinemos con ojos propios la naturaleza del nuestro, y tengamos la convicción y el coraje de proponerlo, como un ejemplo posible, al mundo.

El sueño de reunir en una sola Nación a la “América antes española” – como decía al comienzo - tiene más de 200 años (el jesuita expulsado Juan Pablo Viscardo y Guzmán escribía en 1792 su “Carta a los españoles americanos": “El Nuevo Mundo es nuestra patria, y su historia es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos, por ella, a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios y de nuestros sucesores”). Pero la independencia se logró al precio de la balcanización. Los esfuerzos de los libertadores, San Martín, Bolívar, fueron tan en vano, como más tarde las exhortaciones de Martí. En la segunda mitad del siglo XIX, las nuevas repúblicas, y el Imperio del Brasil, habían todas firmado tratados de “nación más favorecida” con Inglaterra, y ninguno entre sí.

A pesar de eso, y de la desigualdad e injusticia rampantes en nuestras sociedades, una conciencia de valores comunes se ha mantenido. Y se refleja en un hecho muy concreto: Por toda nuestra sangrienta e injusta historia, las naciones de la América al sur del Río Grande han ido mucho menos a la guerra entre sí que las de cualquier otra región del planeta.

Sobre esa base, y el persistente empuje de unos pocos estadistas y de muchos militantes, se empezó a impulsar después de la 2da. Guerra Mundial, como en las otras partes del mundo, proyectos de integración. La multiplicidad de siglas y organismos, ALALC, ALADI, Comunidad Andina de Naciones. Comunidad del Caribe,… llevó muchas veces a contar con burocracias más pródigas en declaraciones que en realidades concretas. Pero podemos evaluar también que han sido y son parte del armazón necesario.

Porque el elemento fundamental, estimo, es el esbozado en el discurso que Juan Domingo Perón pronunció en la Escuela Nacional de Guerra argentina el 11 de noviembre de 1953, que expresaba el enfoque más realista y práctico de todos los que se plantearon el viejo sueño de la unidad: un entendimiento inicial entre los países más fuertes de la América del Sur. Es cierto que ese intento se frustró en aquel momento: Al poco tiempo Perón era derrocado y Vargas se suicidaba.

Pero la lógica de nuestra historia iba en esa dirección y, unos 30 años después, se empieza a construir el acuerdo entre Argentina y Brasil. Empieza modestamente, como debe ser, con el lento desmantelamiento de las “hipótesis de conflicto” entre los dos rivales tradicionales. Y aún falta mucho para el MERCOSUR sea la unión aduanera que se planteó desde el comienzo. Pero es la base sólida, entiendo, del desarrollo actual de la integración suramericana.

Es, fundamentalmente, una política estratégica que a través de todos sus gobiernos han mantenido Argentina y Brasil por otros 30 años. Que, al inicio, permitió hacer creíble a la comunidad internacional la renuncia de ambos países a desarrollar armas atómicas y la construcción de una “zona de paz” en la América del Sur.

Hay muchísima bibliografía sobre los logros y limitaciones del MERCOSUR como zona de libre comercio. Pero desde un enfoque más amplio, debe verse como un paso en la construcción de un acuerdo político-económico en América del Sur, similar al que se desarrolló en Europa. Ahí el elemento básico fue el acuerdo franco-alemán, que tuvo la visión de dar un rol y un espacio a Italia, los Países Bajos…. El resto de Europa.

En nuestro caso, el avance en la complementación económica es lento y lleno de dificultades. Inevitable. Porque ninguno de los dos países más grandes – ni tampoco, en el nivel que alcanzaron, ninguno de los otros – quiere ni debe renunciar a su desarrollo industrial en aras de una complementación. La primarización de nuestras economías dejaría fuera a buena parte de nuestras poblaciones. Entonces, la armonización será lenta, y trabajosa.

Hoy es una unión aduanera (muy) imperfecta, subregional, integrada por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Venezuela, con Bolivia en proceso de incorporación. Tiene como países asociados a Chile, Colombia y Ecuador. El crecimiento económico de los países de la zona está entre los más rápidos del mundo. Todavía no tiene una estrategia común, pero avanza en esa dirección: ha firmado acuerdos de preferencias comerciales con países en desarrollo de Asia y África. Entre ellos, Egipto, India, Indonesia, Malasia y Marruecos. Se suman a los acuerdos de libre comercio firmados con Israel y Egipto. Y se plantearon negociaciones con Siria y el Estado Palestino. Además se reestablecieron conexiones con Cuba, mediante un convenio de consultas políticas y aproximaciones económicas. Estos acuerdos apuntan a reducir o eliminar aranceles e impulsar el comercio entre países en desarrollo. Y está en pie el desafío más importante en lo inmediato: un acuerdo con la Unión Europea. Que hoy significa, con Alemania.

En la agenda acordada hace más de un año por los Jefes de Estado del MERCOSUR y de los países asociados figuran metas muy ambiciosas: el “Estatuto de Ciudadanía del MERCOSUR“, la elección directa de los representantes al Parlamento del MERCOSUR, la aprobación del Código Aduanero Común… La clave es, como insinuaba más arriba, el camino sudamericano para la integración difiere claramente del europeo.

Hemos sido mucho menos estrictos que ellos en el cumplimiento de los tratados comerciales, desarrollando salvaguardias para proteger nuestras fuentes de trabajo. Y nunca se nos ocurrió limitarnos en las políticas financieras, más allá de proyectos puntuales como el Banco del Sur. Ni nos hemos atado a una agenda lineal y centralizada.

Así, el MERCOSUR convive sin dificultad con otras propuestas supranacionales en la región, como la Comunidad Andina y el Pacto que los países del Pacífico están armando, más atados a su condición de exportadores de commodities. Hasta encuentra posible manejarse con ecuanimidad ante el Tratado de Libre Comercio que Colombia ha firmado con los EE.UU., sin que eso interfiera con su intensísimo comercio con Venezuela y las muy buenas relaciones que sostiene con Argentina. Después de todo, Colombia es casi una América del Sur en pequeño: su sangrienta y trágica historia no le impide a sus clases dirigentes mantener una diplomacia equilibrada, y tratar de aprovechar los márgenes que le da la situación mundial.

Porque hace algo más de 10 años que la Gran Potencia hegemónica del Hemisferio Occidental, los EE.UU., están enfrascados en sus conflictos irresueltos en el Arco Islámico que va de Egipto y el Mediterráneo Oriental hasta Pakistán. Eso les ha dado a los países de la región un grado de autonomía significativo.

En ese marco global, han surgido iniciativas nuevas dentro del proceso de integración que trascienden los límites previos, frecuentemente impulsadas por Brasil, pero apoyadas entusiastamente por Argentina, lo que muestra el sustrato de intereses comunes que se va formando: la Unión Sudamericana de Naciones, UNASUR, - a la que su intervención para encauzar el posible conflicto entre el anterior gobierno colombiano con los de Ecuador y Venezuela y la muerte de Néstor Kirchner, su primer Secretario General, quien había jugado un valioso rol en ese caso, le dan una carga simbólica importante – el Consejo de Defensa suramericano, que sirve como señal de la voluntad de la región de custodiar sus recursos naturales..

La última de estas iniciativas es la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, CELAC, la que, es cierto, se presta a la ironía por la diversidad de tamaño, población, idioma, y orientación en política internacional de sus miembros. Pero que muestra la flexibilidad y la atracción de nuestro proceso. Esa también fue una iniciativa brasileña, apoyada por Argentina, y que permite a la región, a través de Venezuela, que mantiene una diplomacia activa en la región del Caribe, influir sobre países insertos desde hace muchas décadas en la esfera de influencia norteamericana.

Por supuesto, América del Sur no va a rivalizar en el “Mare Nostrum” de EE.UU. Pero no está mal estar presentes. Y ofrece un mecanismo institucional para la presencia y las iniciativas de México, integrado estrechamente al mercado norteamericano, pero que es, con sus más de cien millones de habitantes y su cultura que resuena con la nuestra, la otra cara de nuestra América.

Abel B. Fernández

FSM.

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