20 de mayo de 2013

El período indiano de la historia de América


Presentación del libro El Humanismo en la Argentina indiana
de Graciela Maturo 

Humberto Podetti (Foro San Martín)


Graciela Maturo agradeciendo el Premio Arturo Jauretche, recibido por su labor poética

Graciela Maturo ha sumado una nueva e invalorable contribución a la expresión de ese nuevo humanismo, de raíces remotas y frutos contemporáneos, que ofrece al mundo nuestra América al momento de la crisis ¿terminal? del sistema económico/político del mercado global. Con El Humanismo en la Argentina indiana (Buenos Aires, Biblos, 2011), Maturo continúa su inmersión profunda en ese período de la historia americana, asombroso por su magnitud, por su naturaleza y por su geografía, que se desarrolló desde la llegada de Colón a nuestro continente hasta el rechazo en las Cortes de Cádiz del proyecto confederal de los diputados americanos. 
Su minuciosa investigación aporta nuevas visiones y comprensiones de los autores, los actores y los testigos del singular humanismo que impregnó la lenta y fructífera, aunque simultáneamente dolorosa imbricación de nuestras raíces. Pero sobre todo descubre y exhibe ante nuestros ojos numerosas claves para comprender quiénes somos, para explicar nuestra indeclinable voluntad de construir sociedades justas, para entender por qué el humanismo es popular en América como nos decía Helio Jaguaribe en Un estudio crítico de la historia.  
Maturo subtitula su nuevo libro “y otros ensayos sobre la América colonial”. Cabe entonces explorar los sentidos en los que los términos colonial e indiano se oponen en su pensamiento. Porque se oponen de un modo que los coloca en el centro del arco, allí donde estamos apoyando la flecha que apunta al tiempo por venir, al futuro que estamos proyectando y construyendo los americanos del sur. 
Con la serenidad y la sencillez de la sabiduría, en la Primera Parte de la obra, dedicada a La poética del humanismo en la Argentina indiana, al analizar la importancia de los estudios coloniales en la reconstrucción de la identidad nacional, nos dice “un modo profundo de revelar esa identidad humanista y mestiza de nuestro pueblo es el estudio de las obras literarias y testimoniales del período indiano o colonial” y en el Capítulo 7, Notas para una nueva lectura de Grandeza Mexicana de Bernardo de Balbuena, Maturo se refiere a la poesía llamándola primero colonial para aclarar enseguida “que nos gusta llamar indiana…”. Antes y después describió y describirá, de varios modos diferentes, muchos de los aspectos substanciales de ese fenómeno desmesurado, simultáneamente choque y abrazo, “violencia y diálogo, depredación y construcción” como nos dice la autora, que dio nacimiento a una nueva criatura cultural, que tiene mucho de ambos progenitores, pero que también es distinta de cada uno de los dos, como explicaban Fernando Ortiz en Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, Darcy Ribeiro en El pueblo de Brasil o Scalabrini Ortiz en El hombre de Corrientes y Esmeralda . 
Ese proceso es imposible de recortar de tal modo que pueda caber meramente en la descripción de una conquista y colonización. Aunque la conquista y la colonización ocurrieron y produjeron innumerables mártires -personas, pueblos y culturas- como Maturo advierte, simultáneamente nació la crítica, la condena, la proposición y la construcción de otra sociedad y otra cultura. Lo que nacía, a veces sublevación, a veces obra literaria, a veces proyecto político y social justiciero, a veces construcción de nuevas sociedades, inauguró la emergencia de ese humanismo singular que explica nuestra historia. La gestación mezcló y fundió valores y criterios de las culturas que chocaban violentamente pero que simultáneamente se abrazaban amorosamente, como nos dice Maturo, en un proceso tan nuevo como la universalización de la historia humana que nacía con la conciencia plena y recíproca de la existencia de los pueblos americanos y de los recién llegados. Por eso Vitoria, en sus relecciones en la Universidad de Salamanca, pudo recurrir simultáneamente a instituciones del derecho indígena y del derecho ibérico para fundar por primera vez en la historia del pensamiento universal, el derecho de todo ser humano a pertenecer a una comunidad organizada. Y también por eso la escuela salmantina fue americana, parte inseparable de ese inmenso encuentro de culturas que fue y sigue siendo nuestro continente.  
El humanismo en la Argentina indiana, a partir del estudio de la poética humanista de varios autores de ese período de la Historia de América, examina numerosas cuestiones de trascendencia para nuestro tiempo y, sobre todo, para el futuro. Entre ellas quiero detenerme brevemente en tres: el lenguaje, la identidad y el peregrinaje, porque a través de ellas la autora nos muestra las raíces remotas y exuberantes de tres elementos singulares del actual proceso de integración de América Latina y de su proposición al mundo a través del Consenso del Cusco, parte del Tratado Constitutivo de la Unión de Naciones Suramericanas. 
El castellano, de lenguaje de un pueblo invasor a lengua propia de un continente 
Señala Maturo que en el largo período indiano, “la lengua castellana se convirtió en el español de América”, preservando la sintaxis latina, pero incorporando de modo creciente acentos y palabras de los pueblos americanos. En un ensayo anterior, El lenguaje morada del hombre, incluido en el libro La razón ardiente. Aportes a una teoría literaria latinoamericana (Buenos Aires, Biblos, 2004), había destacado la estrecha relación entre el espíritu y la palabra para una amplia tradición cultural, común a muchos pueblos, entre ellos los ibéricos que llegaron a América a partir de 1492 y los que ya eran americanos. Desde el diálogo entre Quetzacoatl y Mictlantecuhtli en la creación de los macehuales, los antiguos mexicanos,  o el diálogo entre Tepeu y Gucumatz del Popol Vuh en la creación del primer hombre y la primera mujer maya quiché a la palabra-alma, ayvu, de los mbyá guaraníes, o ñe`é de los tupí guaraníes, esa relación entre la creación del hombre y la mujer dotados de espíritu a partir de la palabra pronunciada por los dioses, es fundante de culturas que asociaron el lenguaje con una dación de sentido trascendente a la vida humana. Los pueblos americanos compartían, como destaca Maturo, la idea de “la palabra como principio, la idea de Dios ejerciendo el lenguaje para crear y al hombre y a la mujer descubriéndose creadores a través del lenguaje. Mediador entre lo divino y lo humano, vínculo entre los hombres, el lenguaje era escala, logos, sentido”.
La profundidad y significación de esa comunidad de ideas acerca de la palabra y el lenguaje entre los que practicaban el cristianismo recién llegados y el pensamiento religioso y filosófico de los pueblos americanos, hizo posible la alfabetización de muchas lenguas americanas, respetuosa y fiel a sus sentidos y significados, a su modo de nominación del universo, como las que realizaron Bernardino de Sahagún con el náhuatl, Francisco Ximenez con el quiché o Jose de Anchieta con el tupí guaraní. Las prolongadas verificaciones de fidelidad de Sahagún en el diálogo con los hablantes náhuatl a lo largo de muchos años, el análisis comparativo del texto del Popol Vuh de Ximenez con el Título de Tonicapán o los dramas de Anchieta representados por el pueblo tupí en el nordeste brasileño, constituyeron entre otros muchos primeros pasos, el inicio de un largo proceso de más de tres siglos, en el que el castellano “variando sensiblemente su forma interna, de acuerdo a un ritmo histórico distinto, con una nueva naturaleza, con nuevos y diferentes aportes culturales… nuevos hombres, nuevas maneras de pensar y concebir la realidad”, como nos dice Maturo, se fue convirtiendo de lengua de un pueblo invasor en lengua de un pueblo nuevo. 
A mediados del siglo pasado José María Arguedas fundó en semejantes consideraciones su decisión de abandonar el quechua materno para escribir sus magníficas novelas en castellano americano, en su manifiesto La novela y la expresión literaria en el Perú. 
La lenta emergencia de América Latina y el creciente y decisivo papel de los ‘hispanos’ en Estados Unidos constituyen tal vez la culminación del proceso tan cabalmente mostrado por Maturo, por el que el castellano junto a su hermano, el portugués, se ha convertido en la lengua del nuevo humanismo en el siglo XXI.   
Nuestra identidad comienza a construirse con las grandes culturas americanas preuniversales y se enriquece y universaliza en los tres siglos del período indiano de nuestra historia
“Nuestra identidad es innegablemente mestiza” nos dice Maturo y por ello tiene como característica substancial “la capacidad de dialogar con otros”, de amarlos porque son diferentes aunque para ello haya que dejar a un lado la lengua materna y alfabetizar la lengua de los otros en un proceso de muchos años para escribir una obra acerca de su cultura y su historia, convirtiéndola simultáneamente en nuestra historia, como hizo Bernardino de Sahagún. El reconocimiento del otro, la admiración por su heroicidad en la defensa de su tierra y su cultura, encarnado en los caciques Zapicán y Andayuba cuando enfrentan a Ortiz de Zarate en el relato de Martín del Barco Centenera en Argentina y Conquista del Rio de la Plata, está en el nacimiento de la alteridad, rasgo substancial de la identidad latinoamericana como nos dice Ramiro Podetti en Cultura y alteridad. 
La alteridad, precisamente, “es lo que permitió en la América Indiana –escribe Maturo- una integración no común de pueblos y culturas bajo el signo” de la catolicidad y el castellano, transformados en América por su choque-encuentro con las culturas de nuestro continente. El castellano, como ya analizamos, porque se hizo americano. El cristianismo porque acogió significados de la cultura y la religiosidad americanas, y ciertamente porque fue protagonista del período indiano, produciendo la germinación de una religiosidad popular ecuménica. 
Tal vez este proceso reconoce, del mismo modo que el de la lengua, una culminación en nuestro tiempo, con el papado de Francisco, el traslado del eje de la Iglesia Católica de Europa a América y la revalorización de la religiosidad popular latinoamericana como instrumento de los pueblos para enfrentar al consumismo y al hedonismo, patologías centrales de la sociedad global del mercado. Tal vez también, el inicio probable hacia la segunda mitad de este siglo de una etapa “americocéntrica” de la historia universal.
Maturo nos muestra otra valiosa raíz de nuestra identidad en Ruy Días de Guzmán, “defensor de la República mestiza”, como ella lo califica. El primer historiador nativo del Río de la Plata, es efectivamente un mestizo que reivindica su mestizaje y simultáneamente hecha las simientes del carácter democrático del proceso independentista tan temprano como en 1612. Díaz de Guzmán, en su Historia Argentina del descubrimiento, población y conquista del Río de la Plata reivindica el derecho de los asunceños nativos a designar su Gobernador –probablemente por el conocimiento de las relecciones de Vitoria y sus discípulos de la escuela salmantina- fundándose en que Dios delega el poder en el pueblo y es éste quien lo delega o quita en los gobernantes. Aquí ya no sólo está presente el humanismo popular, sino también el reclamo de justicia y de participación de todos en las decisiones comunes que es inherente al nacimiento de la identidad mestiza.
Maturo señala luego que esa identidad naciente se expresa centralmente en ese “ethos justiciero” que impregna toda la cultura emergente del proceso indiano de nuestra historia y que se revela en las obras literarias o históricas de ese tiempo. “Un modo profundo de revelar esa identidad humanista y mestiza de nuestros pueblos –nos ha dicho la autora- es el estudio de las obras literarias históricas y testimoniales” de ese tiempo que desde Luis de Miranda -el hambre que sufren los fundadores de Buenos Aires como castigo divino por la codicia y la soberbia- o Martín del Barco Centenera -crítica severa a los adelantados y funcionarios españoles-, implican el juicio ético y religioso a la conquista, aunque significan también el inicio de la simultánea construcción de una “literatura americana” y de modo más general de una estética nueva que culminará en la explosión del barroco americano. 
En su reivindicación de ese intenso período de nuestra historia, Maturo insiste en la relación inescindible entre identidad y tradición, entendiendo la tradición como continua reinterpretación del origen etiológico y recuerda a Gadamer, que asocia la tradición con los pueblos históricos, en los que se da ese doble movimiento de innovación y sedimentación que hacen de la tradición algo viviente. Fundándose en el suceder el presente histórico, y originándose en él también el pasado, la conciencia histórica se convierte en una unidad de sentido permanente, como nos decía el filósofo alemán en su conferencia en el Primer Congreso Nacional de Filosofía celebrado en 1949 en la Universidad Nacional de Cuyo. 
El peregrinaje
Maturo aborda luego a Luis de Tejeda desde otra raíz profunda de nuestra identidad, el ser peregrinos, presente tanto en muchas de las culturas más significativas de América y entre ellas en la cultura guaraní –la vida como un peregrinaje hacia la ciudad sin mal- como en las raíces helenistas arábigas de los españoles que cruzaron el mar en una nueva Odisea o caminaron miles de kilómetros en nuestro Continente, desconocido para ellos. El Peregrino de Babilonia se nos muestra así “en su sentido itinerante, tanto personal como místico y universal”, que se “hace paradigmático del peregrinaje del hombre libre en la anchurosa plaza de Babilonia-mundo” nos dice la autora. Es de alguna manera un antepasado del maravilloso peregrinaje de Juan el Romero transmutado en Juan el Indiano en el Camino de Santiago de Alejo Carpentier y es también, a un mismo tiempo, el peregrinaje de Leopoldo Marechal en su Ascenso y descenso del alma por la belleza, en la elusión de los cautiverios terrestres para alcanzar la mansión celeste.
“El peregrino americano marcha en busca del Paraíso que su propio contorno histórico nos ofrece, va en busca del Hombre Nuevo que es para el místico la suprema realidad interior, nacida sobre las ruinas del yo personal. Expresa el peregrinaje del alma hacia la Unidad a través de las criaturas y señala el destino espiritual del mundo nuevo”, nos dice Maturo. Y resume una cualidad intrínseca del ser americano, anterior pero sobre todo posterior al período indiano: el sentido de la vida para los americanos es peregrinar constantemente hacia una sociedad y un mundo capaces de albergar a todas las personas que lo habitan con justicia y capacidad de decidir en común el futuro. Es decir, un bastión inconquistable por el materialismo y el hedonismo.


Colofón
Sin el período indiano no podemos responder cabalmente la pregunta ¿quiénes somos?, porque es precisamente ese período, como nos enseña Maturo, “el que permite reconocernos como parte de esa América Latina fragmentada por intereses foráneos en el momento de su emancipación. El proyecto emancipador, hace algunos años retomado, acerca de la integración política, económica y cultural de las naciones americanas, hace aún más vigente la necesidad de integrar una memoria total, reconociendo la identidad cultural que unificó a nuestros pueblos en un destino común”. 
Como nos dice Francisco, el Papa latinoamericano, en el prólogo al libro de Guzmán Carriquiry, El Bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos, “la independencia de los países latinoamericanos no fue un hecho puntual que se dio en un momento sino un camino con escollos y retrocesos, un camino que aún hoy hay que seguir andando en medio de variados conatos de nuevas formas de colonialismo”.
El Humanismo en la Argentina indiana es una obra imprescindible para una adecuada formulación de la doctrina de la integración que reclama desde Brasil Marco Aurelio García, y para toda persona proyecte o piense el futuro de nuestra Argentina, que no es otro que el futuro de América, parte substancial del futuro del mundo.

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