2 de mayo de 2013

Guzmán Carriquiry escribe sobre los significados y consecuencias del Papado de Francisco para América Latina


Humberto Podetti (Foro San Martín)

Guzmán Carriquiry es, como él mismo se presenta en su libro Una apuesta por América Latina, “un uruguayo, ríoplatense, mercosureño, sudamericano, latinoamericano que por las sendas desmesuradas e imprevisibles de la Providencia trabaja desde hace 30 años en el centro de la catolicidad”. Discípulo y amigo de Alberto Mehtol Ferré, profundo conocedor del pensamiento y de la historia latinoamericana y de sus grandes movimientos populares, en particular el peronismo, es actualmente Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina. El Papa Francisco prologó su libro Una apuesta por América Latina y también su segundo libro El Bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos. En este último prólogo Francisco destacó el criterio con que Carriquiry afronta la cuestión de la independencia de nuestras naciones señalando que “la independencia de los países latinoamericanos no fue un hecho puntual que se dio en un momento sino un camino con escollos y retrocesos, un camino que aún hoy hay que seguir andando en medio de variados conatos de nuevas formas de colonialismo” y también destaca las citas que Guzmán hace “de Methol Ferré, el genial pensador rioplatense” en relación con los proyectos de diversa naturaleza que se oponen a la unidad de nuestra América. 
El pasado 22 de abril, en la apertura  un encuentro sobre América Latina, pronunció las palabras que transcribimos.

UN PAPA LATINOAMERICANO
ALGUNAS CONSECUENCIAS  PARA EL CONTINENTE

Guzmán Carriquiry Lecour
Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina

Guzmán Carriquiry en el Zócalo, México


He aceptado con mucho gusto compartir algunas reflexiones para introducir este encuentro porque estamos ante un hecho inédito – un Papa latinoamericano – que nos exige ir más allá de esta novedad sorprendente y del entusiasmo que nos provoca para plantearnos su significación y repercusiones para América Latina. Ese es el tema que nos reúne, aunque podría ser complementado con reflexiones sobre la significación de un Papa latinoamericano para toda la catolicidad.

Es obvio que el Sucesor de Pedro no es elegido según cálculos geopolíticos. No ha sido elegido el Cardenal Bergoglio, in primis, por el hecho de ser argentino, latinoamericano. Se elige una persona que se considera que reúne experiencias y capacidades aptas para responder adecuadamente, tempestivamente, como pastor universal, a las necesidades, exigencias y desafíos que se plantean a la misión de la Iglesia en una determinada fase histórica. Pero la persona es siempre – como diría Ortega y Gasset – el yo y sus circunstancias y las circunstancias de ser latinoamericano no resultan, por cierto, un hecho indiferente o meramente adjetivo. 

El Papa Francisco es argentino, pero estoy seguro que tiene la conciencia, el orgullo y la proyección de identificarse también como latinoamericano, partícipe de ese círculo alargado de fraternidad y solidaridad, de esa originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina, simbolizada luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe. Por formación cultural, el Padre/Obispo/Cardenal Bergoglio ha tenido siempre bien presente ese horizonte de la “Patria Grande”, de la “Nación latinoamericana”, como ama definir a América Latina. Tengo la legítima impresión de que la presencia del Cardenal Claudio Hummes junto al Papa Francisco en el balcón y momento del anuncio del nuevo papa no se debió sólo a la amistad declarada entre ellos – porque son varios los cardenales amigos del Papa Francisco – sino que sirvió además para mostrar esa imagen, ese eje Argentina-Brasil, que evoca a toda América Latina, hispano y luso parlante.

Desde hace dos años, cuando asumí la responsabilidad de Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina no me canso de destacar que más del 40% de los católicos de todo el planeta son latinoamericanos. Y que si sumamos los 52 millones de hispanos que viven en Estados Unidos estamos por el 50%, recordando también que dentro de unos 15 años los hispanos constituirán el 50% de los católicos de ese gran país. Los números no lo dicen todo, pero quienes no tienen en cuenta el peso de los números o son muy distraídos o son tontos. 

Durante el viaje que lo llevaba a San Pablo, en esas ruedas de prensa informales que se organizan en el avión, un periodista le preguntó a S.S. Benedicto XVI por su presunto eurocentrismo, y el Papa le respondió textualmente: “estoy convencido que aquí se decide, al menos en parte – y en una parte fundamental – el futuro de la Iglesia Católica: esto para mí ha sido siempre evidente”.

No es tampoco pura coincidencia que la elección de un Papa latinoamericano tenga lugar en tiempos en que América Latina se presenta como una región emergente en la escena mundial, sostenida por diez años de significativo crecimiento económico, de reducción progresiva de la pobreza, de mayor integración económica y política, de diversificación de sus relaciones políticas y comerciales, de más protagonismo en los diversos ámbitos, instituciones y alianzas internacionales. Me permito citarme, en mi libro sobre “Una apuesta por América Latina”, cuando en el capítulo titulado “La hora de la Iglesia en América”: escribía: América Latina, como región emergente, es “mediación singular” entre los mundos hiperdesarrollados y los pueblos pobres y naciones periféricas y dependientes. Ocupa el lugar de una “clase media” en la comunidad internacional, con una comunicación a 360 grados, sea con las áreas del Occidente desarrollado, sea con las regiones del Sur del mundo. Y crecen sus vínculos con la India, China y el Extremo Oriente asiático (pensemos en la “alianza del Pacífico). América Latina es un extremo Occidente mestizo. “La herencia de Occidente, la tradición católica y la incorporación en los dinamismos de la globalización encuentran en América Latina un terreno privilegiado y un banco de prueba decisivo”. 

Ahora bien, el hecho de un Papa latinoamericano no puede limitarse a ser motivo de sano y legítimo orgullo entre nuestras gentes sino de acrecidas responsabilidades. La Providencia pone a la Iglesia, pueblos y naciones de América Latina en una situación singular. Un salto cualitativo de exigencias y desafíos se le plantean.

La primera es la de dar renovado ardor, ímpetu, irradiación, en los hechos y no en la retórica eclesiástica, a la “misión continental”, propuesta y experiencia que el Papa Francisco lleva ciertamente en su corazón desde el extraordinario acontecimiento de “Aparecida” y la experiencia subsiguiente. ¿Acaso no se advierte ya que el papa Francisco está atrayendo a tantas personas que por muy diversos motivos se habían alejado de la Iglesia? ¿No es él quien llama e impulsa a evitar toda autorreferencialidad y ensimismamiento eclesiásticos para ser enviados a compartir el Evangelio en todas las periferias humanas del sufrimiento, de la pobreza, de la indiferencia? Una oportunidad providencial, educativa y misionera, se plantea ya respecto a los millones de jóvenes latinoamericanos que participarán en la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro, sea en la inmediata preparación, en la realización y en el seguimiento posterior de ese gran evento, para que la tradición cristiana se haga carne y sangre de las nuevas generaciones.

No pocos artículos periodísticos en Europa han visto el pontificado de Francisco a modo de reacción contra el crecimiento de comunidades cristianas evangélicas y sectas, así como la difusión del secularismo, en América Latina. Mucho más que reacción contra secularismo y  sectas, el Papa Francisco es muy propositivo: invita a compartir la belleza de la experiencia cristiana, por desborde de gratitud y alegría en el encuentro con Jesucristo. Transmite el Evangelio sine glosa.  Está mostrando con su ejemplo y palabras lo que quiere de todos los Pastores como cercanía misericordiosa y evangelizadora a su propio pueblo, así como lo que quiere de todos los bautizados. Ya sacude de los letargos y de las aparentes comodidades a quienes pretenden seguir viviendo de rentas de un patrimonio cristiano sometido a fuerte erosión. Despertará a muchos cristianos dormidos, quedará más alimentada aún la religiosidad popular y sus manifestaciones, crecerá el sentido de pertenencia a la Iglesia católica. Pondrá, en efecto, a la Iglesia y a los pueblos latinoamericanos en “movimiento”. 

Una segunda cuestión que se plantea a la Iglesia en América Latina es, ¡nada menos!, la de saber reasumir, recapitular, incorporar a sí, toda la riqueza de la gran tradición católica  en santidad, doctrina, cultura, caridad y misión, para dar un salto de cualidad en la conciencia y ministerio de sus Pastores, en la formación teológica, cultural, espiritual de sus sacerdotes, en la fidelidad carismática y misionera de los consagrados, en el crecimiento cristianos de todos los bautizados. Si esa tradición católica ha vivido su flujo y su propagación, sobre todo, en los itinerarios históricos de Europa, el pantano cultural del Viejo Continente y su crisis depresiva, requieren a la Iglesia católica superar toda tentación eurocéntrica. El actual pontificado ha de dejar atrás lo que queda de una imagen residual de la Iglesia latinoamericana como periférica, muy vital pero sin mayor consistencia, “iglesia reflejo” más que “iglesia fuente”, muy generosa pero con dosis de confusión, para asumir ahora todas las exigencias que conlleva su centralidad emergente en la “multipolaridad” católica y una exigente y renovada solicitud apostólica universal. 

Me parece también evidente que el pontificado del Santo Padre Francisco conllevará el peso de una mayor presencia de la Iglesia en la vida pública de los países latinoamericanos y en el camino de sus sociedades hacia metas de mayor justicia, equidad, fraternidad y bien común. Le dará mayor libertad evangélica, lejos de reducirse a ser o antagonista o sacristana de los regímenes políticos. La hará más próxima a la realidad de sus pueblos, más compenetrada a sus necesidades, sufrimientos y esperanzas, más caritativa y solidaria con los pobres, más pueblo de Dios en los pueblos. Tendrá más peso y repercusiones la palabra profética que alzará contra todo lo que atente contra la dignidad de la persona, la familia y las naciones. Pondrá más alerta a los pueblos ante la difusión de los subproductos culturales de la sociedad del consumo y del espectáculo. Difundirá una cultura de la vida, de la vida verdadera, para bien de las naciones. Ayudará, pues, a abrir nuevas vías y modelos de convivencia, precisamente cuando los regímenes ateos del socialismo real se han derrumbado y dejado devastaciones humanas y los paradigmas neoliberales, idólatras de la riqueza, han mostrado ya sus secuelas de impotencias e inequidades. La Iglesia en América Latina estará llamada y fortalecida por el pontificado del Papa Francisco en reconocer y alentar a los pueblos como sujetos de su propio desarrollo, en fraternidad y solidaridad, y no como clientelas asistidas o masas de maniobra asimiladas por el poder de turno. Estará desafiada a  demostrar que el Evangelio es la mejor respuesta, la más adecuada y satisfactoria, a la sed de felicidad y justicia que laten en el corazón de los latinoamericanos y en la cultura de sus pueblos. No creo que pueda construirse nada de auténticamente popular, nacional y latinoamericano, dejando de lado la presencia y contribución de la Iglesia católica.

Prever dichas tendencias y posibilidades no quiere decir que los latinoamericanos sepamos afrontarlas como protagonistas. Desperdiciar este tiempo providencial tendría consecuencias nefastas para los pueblos latinoamericanos y para toda la catolicidad. Dios nos pone ante tremendos desafíos, que parecen desproporcionados,  pero nunca falta su gracia para sostenernos. 

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