3 de septiembre de 2012

INTEGRACIÓN SURAMERICANA: CARA O CECA



Rubén Guillén es Licenciado en Economía (UBA), Master en Sociología (Academia de Ciencias de la República Checa), Doctor en Economía (UBA) y Doctor en Teoría Económica (Universidad Pierre Mendes France, Grenoble II, Francia). Cuenta además con posgrados en Administración de la Innovación Tecnológica (Universidad Nacional Autónoma de México) y en Promoción de Pequeñas y Medianas Empresas (Universidad George Washington, EE.UU.). Por encima de todo eso, señala que es un militante peronista de toda la vida. El siguiente es el texto de su conferencia ante el Foro San Martín del 22 de agosto de este año.

Base de un proyecto soberano o herramienta de sujeción a intereses foráneos.
Por Rubén León Guillén.

Para países periféricos como los de América del Sur, la integración política y económica resulta imprescindible para garantizar sus soberanías reales en ambos órdenes y para sostener cualquier proyecto de transformación que responda al interés de las grandes mayorías sociales. Pero no cualquier tipo de integración sirve. Si se omite un puñado de cuestiones fundamentales, puede redundar en un aumento del poder del capital concentrado y en una pérdida de soberanía.
La redefinición del capitalismo a partir de la ruptura del modelo que emergiera en la última posguerra mundial, instaló una nueva configuración internacional, la globalización, bajo la hegemonía económica del capital financiero. Este proceso indujo la constitución de grandes bloques político-económicos internacionales, que han servido para garantizar el intercambio económico y la circulación de capitales, con preeminencia de los financieros, en espacios políticos homogéneos.
Esos espacios garantizan que los flujos de mercancías, de capital, de dinero y de instrumentos financieros se muevan con libertad, mientras abaratan sensiblemente los costos de sus movimientos. Así, quienes lucran con ellos ganan más, mientras la reducción o, en ocasiones, la eliminación lisa y llana de los gravámenes a esa circulación impiden que parte del excedente generado con esas transacciones se redistribuya a través del Estado.
Un espacio político homogéneo también permite relocalizar espacialmente las distintas actividades de las cadenas de valor, de acuerdo con la conveniencia de sus eslabones dominantes; de manera tal que la acumulación de capital coagula allí donde les resulta más rentable. Nuevamente, evitando gravámenes que permitirían redistribuir esa renta.
Una vez que el capital concentrado condiciona al poder político, interrumpe las cadenas de valor en el espacio integrado y relocaliza geográficamente sus eslabones, aprovechando las ventajas de otras localizaciones. Siguiendo esa lógica las grandes plantas industriales migraron buscando mano de obra y energía baratas, y menor presión impositiva. Lo que es un tiro de gracia para el Estado de bienestar característico de la social democracia, porque lo desfinancia.
Va de suyo que las unidades económicas de capital reducido –las pymes–, per se fijas al territorio, son ajenas a este proceso. Y mucho más aún los productores agropecuarios tradicionales, para los que esto es absoluto. La estructura capitalista actual responde al capital concentrado.

El laberinto
El proceso de integración de América del Sur tiene lugar en ese marco. Por eso, además de las consideraciones estrictamente económicas y de las de economía política, requiere una visión abarcadora, en términos de economía geopolítica.
Si bien la concentración del capital y la internacionalización de la economía hacen al capitalismo, desde sus primeros pasos, la actual concentración, hegemonizada por el capital financiero, no tiene precedentes. Hoy el capitalismo es un sistema mundial, con un control centralizado que sigue en el norte, desde donde las corporaciones transnacionales hegemónicas (CTH), lideradas por la banca, dominan la actividad económica mundial. Pero su dominio es dispar.
Las CTH son las únicas que pueden extraer una renta monopolista –creciente, dicho sea de paso– y aplicarla allí donde les resulta más conveniente. Pero hay quienes respetan su lógica de acumulación sin sucumbir a su control directo. El mayor exponente al respecto es China.
Bajo las CTH el resto de la economía, en cualquier territorio, se reduce a un apéndice. Directa o indirectamente todos los sectores quedan subordinados a ellas, que pueden sacrificarlos cuando les convenga. Su subordinación es directa cuando son complementarios de las CTH, e indirecta cuando ocupan franjas o sectores que no les interesan a éstas –mientras dure ese desinterés–.
Esta situación es el resultado del triunfo económico y político del poder corporativo transnacional, hegemonizado y liderado por los EE.UU., cuyo propio Estado ha sido colonizado por él. Además de sus implicancias económicas, tiene profundas consecuencias políticas y sociales. Entre ellas, la erosión de las soberanías nacionales, la extinción de la social democracia y del Estado de bienestar y la creciente marginación social.
El capitalismo actual pone en cuestión las soberanías nacionales. La mayoría de los Estados formalmente soberanos no tiene capacidad para gobernar sus propios asuntos políticos y económicos por fuera de la lógica de las CTH. Mientras cada día aumentan los contingentes humanos que no cuentan para el sistema, que suman miles de millones.
El único Estado que pudo llevar a cabo una estrategia de largo plazo cabalgando sobre esa lógica pero con independencia es China. Por eso, si bien es la gran potencia industrial emergente, la crisis no ha llamado a su puerta.
Es un caso singular, incomparable e inimitable por una cuestión estrictamente política: allí el poder real lo concentra el Partido Comunista. Y luego de décadas de acumulación sostenida de capital y de modernización orientadas por un plan, no es el gobierno chino el que tiene que negociar con las CTH, sino que son ellas quienes tienen que negociar con él.
Al mismo tiempo, los EE.UU., con o sin su colateral, la OTAN, cuentan con un amalgama de potencia de fuego, distribución mundial de bases de todo tipo y redes de inteligencia y de operación para el sojuzgamiento de masas, de magnitud tal que, salvo excepciones –principalmente China y Rusia, en ese orden– nadie puede enfrentarlos con alguna chance de éxito.
Esta estructura capitalista singular ha derrumbado varios de los mitos fundantes de la cultura occidental del siglo XX. El mito del progreso social se ha extinguido, y con él, la cultura del trabajo y del esfuerzo y el american dream en sus diversas acepciones locales. También la figura del ciudadano del Estado de bienestar.
La lógica de reproducción económica, política y social del capital transnacional hegemónico licua las soberanías nacionales y prescinde de todas las formas previas de generación de consenso político y social urbi et orbi. Entre ellas la democracia y el sentido mismo de sociedad liberal.
Por eso, para quienes no constituyen una mega economía, como nuestros países, la integración en un bloque político-económico es imprescindible para sobrevivir como Estados independientes. Pero la integración por sí sola no resuelve el problema. Más aún, puede agravarlo y constituirse ella misma en “el” problema.
La cuestión no es sólo quiénes y cómo se integran, sino también quiénes conducen el proceso. La historia de la Unión Europea (UE) es la mejor ilustración al respecto.

La UE: “eso no se hace”
La parte fundamental de la conformación político-económica de la UE se desarrolló en la globalización. Incluso la UE misma ha sido producto y productora, en una parte importante, de la lógica de reproducción de ese poder corporativo transnacional. Hecho que ha emergido con claridad a partir de la crisis que se iniciara en 2008.
La UE es el principal aliado político, económico y militar de los EE.UU., pero subordinado. Su autonomía es limitada y las tensiones entre ambos aliados terminan traccionando los acontecimientos a favor de los EE.UU. Con De Gaulle murió todo intento de una Europa efectivamente europea y las negociaciones con los EE.UU. –con Gran Bretaña como caballo de Troya– responden a la lógica de las CTH, mayoritariamente estadounidenses.
A diferencia de los EE.UU. la UE es un conglomerado heterogéneo político, económico, social y cultural. No hay un pueblo europeo ni la UE ha sido resultado de una aspiración popular.
Las condiciones monetarias de Maastricht (que la tasa de inflación de cada miembro no supere en 1,5 puntos porcentuales al promedio de los tres Estados con menor inflación en la Eurozona; que su tasa de interés de largo plazo no supere en más de 2 puntos porcentuales al promedio de los mismos; y que el déficit fiscal de cada uno no supere el 3% de su PBI y su deuda pública el 60% de éste) resultaron un cepo para cualquier política autónoma de desarrollo de los menos avanzados.
Peor aún, el sometimiento a esas condiciones junto con la imposibilidad de devaluar la moneda metieron a las economías menos dinámicas en una trampa debido a su pérdida de competitividad, obligándolas a decidir entre vivir del endeudamiento permanente o ajustarse, bajando el gasto público y los salarios.
El objetivo de Maastricht ha sido garantizar la estabilidad de precios, o su contracara, el valor de la moneda, para preservar el interés del capital financiero. No buscó facilitar el desarrollo de los países menos avanzados sino preservar al capital financiero a pesar de ellos. Los ganadores eran los más fuertes, en particular, Alemania.
Como en todo proceso de sojuzgamiento, también hubo zanahorias. Los fondos comunitarios mediante los cuales los países más desarrollados de la Unión financiaron obras de infraestructura en los menos desarrollados, lo fueron. Formalmente destinados a “equilibrar” el desbalance entre ambos, sirvieron en gran parte para facilitar el flujo de mercancías dentro de la lógica de las CTH.
El problema de la agricultura en la UE ilustra las implicancias del dominio de las CTH sobre el resto de la economía. Si bien se lograron grandes niveles de productividad, la parte del león se la llevan las CTH, que ocupan los extremos de la cadena agrícola. En el inicio, los bancos junto con las productoras de semillas, agroquímicos y productos veterinarios. En el final, las grandes comercializadoras. Un extremo fija los costos, el otro los precios, y ambos succionan la ganancia. Por eso esta agricultura no puede subsistir sin subsidios.
Alemania, con sus corporaciones, es el centro hegemónico de la UE, desde sus orígenes, de la segunda economía del mundo. Y primer exportador europeo, tiene un solo interlocutor efectivo: Francia. El resto se subordina al eje Berlín-París, excepto Gran Bretaña, cabeza de playa de los EE.UU.

Condicionamientos a la soberanía económica suramericana
Las economías suramericanas se insertan en el comercio internacional fundamentalmente mediante producciones primarias. Alrededor del 70% de las exportaciones del subcontinente son productos primarios directos o con muy bajo grado de industrialización, siendo esta proporción un poco menor en los dos mayores países del MERCOSUR, Argentina y Brasil.
En general se trata de producciones a gran escala signadas por la presencia de las CTH, que son las grandes beneficiarias de la extracción de los recursos naturales suramericanos.
Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay juntos dedican 47 millones de hectáreas, 44% de su tierra cultivada, a la soja transgénica, nave insignia del agro negocio en manos de las CTH y de sus socios locales. Mientras Argentina y Brasil juntos producen el 90% de la soja de la región.
El actual modelo agrícola extractivo de grandes superficies se asemeja al de la megaminería. Los dos extraen recursos de la tierra: la megaminería, metales valiosos, y la agricultura industrial nutrientes, convertidos en granos. Megaminería y agricultura industrial también tienen en común el consumo de agua, mayor en la agricultura, y la generación de efectos ambientales negativos. La megaminería abandona colas de mineral y residuos tóxicos, la agricultura industrial deja acumulaciones de plaguicidas diseminadas que persisten por años y décadas.
Como la agricultura industrial requiere poca mano de obra –y cada vez menos, por las mejoras tecnológicas– expulsa población rural. Y como no hay una demanda correlativa de mano de obra urbana, esa población termina en las periferias urbanas, reducida a la marginalidad.
La agricultura industrial invade todas las tierras con capacidad para desarrollarla desde el punto de vista de la lógica de los negocios. Lo que en los países originales del MERCOSUR se ha convertido en un fenómeno extendido. Las masas de migrantes rurales traspasan así las fronteras para asentarse en las periferias urbanas allí donde en principio se supone que las oportunidades de empleo son mayores: las grandes ciudades de Argentina y Brasil.
El aumento de la marginalidad y la violencia urbana no le es ajeno, sino una de sus consecuencias directas. Por lo tanto, desde el punto de vista económico (que es el punto de vista social) sus costos deberían imputarse a la agricultura industrial. A los que habría que sumarle desde la necesidad de implementar “planes sociales” para contener a esa población, pasando por el aumento de la demanda de infraestructura y de servicios públicos básicos, hasta los costos sociales propios de la marginalidad, entre ellos los que ocasionan la violencia y la droga.
El costo que una sociedad paga por cada tonelada de soja obtenida mediante esta agricultura no se limita a los que imputa la lógica de los negocios. Por el contrario, hay que sumarle los costos sociales, la pérdida de suelo y los costos ambientales. También el crimen que este proceso implica desde el punto de vista social y cultural, y las consecuencias políticas y geopolíticas del despoblamiento rural, de la pérdida de soberanía alimentaria y del dominio de las CTH en la producción y en la comercialización agrícola.
Las CTH también son determinantes en la industria. Como en la UE, son ellas quienes usufructúan y hegemonizan los intercambios en la parte de América del Sur que hoy tiene mayor grado de integración, el MERCOSUR. Quizás el ejemplo más ilustrativo es la complementación de la industria automotriz de Argentina y Brasil.
Pero Brasil merece un análisis particular, porque es un factor desequilibrante de base, económico y político. Su economía representa el 59,5% del producto bruto interno de América del Sur y el 75% del correspondiente al MERCOSUR. La que le sigue, la argentina, sólo alcanza al 10,8% y al 13,5%, respectivamente. Es decir, apenas equivale al 18% de la brasileña.
La base del desequilibrio es política. Por más de medio siglo Brasil ha llevado adelante un proyecto de desarrollo hegemonizado por la burguesía bandeirante paulista, que ha sido la principal aliada de los EE.UU. en el subcontinente. El territorio que ocupa esa burguesía también se constituyó en el principal asiento de las CTH. Así, ese proyecto no ha tendido puentes a sus socios, lo que se ha visto claramente en su actitud frente al proyecto del Banco del Sur.
Por último, el subcontinente está desarticulado y en general las grandes obras de infraestructura necesarias para integrarlo brillan por su ausencia. Aún en el caso de mayor envergadura y dinamismo, el argentino-brasileño, las grandes obras están ausentes, y tras décadas de llevar adelante el MERCOSUR restan las de base, como el enlace ferroviario entre ambos países.
No hay planes ni proyectos que garanticen el desarrollo de una centralidad suramericana. El dinamismo económico de la integración está en manos de las CTH.

El “talón de Aquiles”
El problema de la soberanía política y económica en América del Sur es de difícil solución, porque no hay ninguna posibilidad de contar con una conducción política única, como la de China. Por el contrario, aquí el tablero está ocupado por piezas de distintos tamaños, potencialidades y conformación, lo que en un principio facilita el despliegue de las CTH.
Frente a ese estado de situación habría que nacionalizar el subsuelo y los recursos hídricos. La minería y demás actividades extractivas deberían estar en manos de los Estados, o bajo su control directo, en el peor de los casos, quienes también deberían intervenir en el desarrollo, producción y comercialización de insumos agrícolas, así como en las exportaciones primarias. Asimismo deberían utilizar su capacidad para inducir un desarrollo industrial estratégico, garantizar las inversiones fundamentales, y acometer las grandes obras de infraestructura, entre otras cosas.
Pero, habida cuenta de que una de las mayores ventajas de las CTH es su disponibilidad de capital y su capacidad de financiamiento, para lograr un proceso de integración autónomo y en favor de las grandes mayorías sociales, hay una cuestión primera y fundamental derivada de dos temáticas indisolublemente ligadas: la monetaria y la financiera (no debe perderse de vista que la moneda es el producto más genuino de la soberanía de un Estado). La moneda y las finanzas son restricciones de primer orden que condicionan la integración suramericana, y sin una estrategia al respecto no se puede proyectar un bloque subcontinental soberano.
La primera cuestión es autonomizar el espacio económico común respecto de los emisores de divisas claves. Los intercambios en el interior de la UNASUR deberían efectuarse sin utilizar dólares, euros o cualquier otra divisa emitida por un poder extranjero. En su lugar se debería conformar una moneda de cuenta respecto de la cual se alinearían las distintas monedas nacionales, administrada por una Autoridad Monetaria Suramericana (AMS). La alineación debe ser flexible, para que cada Estado conserve su soberanía al respecto.
Una vez establecida y generalizado su uso, la AMS puede transformarse en banca central circunscripta a esa moneda y a los intercambios en el interior de la UNASUR. Luego, puede ser utilizada como activo de reserva, tanto por los Estados como por los particulares.
Como complemento correspondería conformar un Fondo Suramericano de Préstamos, cuyos recursos se pueden fundar con una porción de las reservas de oro y divisas de los países miembros y con los aportes de moneda común que efectúe la AMS.
Por otra parte, un proceso de integración entre economías muy disímiles y en un territorio aún desarticulado, necesita políticas de desarrollo y homogeneización, acompañadas de obras de integración en transporte, energía y comunicaciones. Para eso hay que disponer de financiamiento sin otra condición que el interés de la UNASUR y de sus miembros. Lo que requiere la conformación de un Banco Suramericano de Desarrollo, ajeno al BID, al BIRF y a toda otra institución ajena al subcontinente. Se trata de retomar la idea del Banco del Sur, potenciándola.
La posibilidad de ejercer una política monetaria autónoma es excluyente para el ejercicio pleno de la soberanía política y económica. Y la posibilidad de disponer de una banca de fomento propia lo es para el desarrollo autocentrado. Desarrollo autocentrado y soberanía política van de la mano y no se pueden alcanzar sin soberanía monetaria ni capacidad financiera propia. Toda política de integración soberana que lo ignore no es más que una expresión de deseos. 

Economía y política
Un proceso de integración como el que han iniciado los países de América del Sur es fundamentalmente político. Sin embargo, de acuerdo con lo que se ha dicho aquí, la cuestión económica es clave y para tratarla hay que reflexionar en términos estrictamente económicos y no con la lógica de los negocios privados, que hoy es dominante.
Por otra parte, un proyecto soberano y autocentrado no es ni más ni menos que eso. Lo cual implica que su desarrollo no debe estar condicionado por ningún poder extranjero. Lo que también se debe aplicar respecto de China.
Por último, para realizar una gestión comunitaria de la economía se necesita una gran alianza política y económica orientada por una visión estratégica. Y su instalación no depende directamente de los Estados, sino de los pueblos. La cuestión de la democracia real y de la justicia social van de la mano con el proyecto de integración. Si no, desde el punto de vista del interés popular, lo que resulte será más de lo mismo en otra presentación y con una dosis potenciada.

FSM.

2 comentarios:

  1. Muy bueno el artículo, y muy esclarecedor.

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  2. Gracias! Transmitiremos su elogio a nuestro compañero Rubén Guillén.

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