Humberto
Podetti (Foro San Martín)
En enero de 2004 el Cardenal Joseph
Ratzinger y el notable filósofo neomarxista Jürgen Habermas sostuvieron un
diálogo memorable en Baviera acerca de los fundamentos de la Constitución
Europea. El eje central del debate fueron las
relaciones entre fe y razón, que tantas y tan dolorosas
guerras provocaron o encubrieron en la historia europea y del mundo. El
sacerdote filósofo y el filósofo político coincidieron
en una cuestión clave para el futuro: la necesidad de la vigilancia recíproca
de la razón por la fe y de la fe por la razón como garantía de la
supervivencia de los derechos de las personas y de las sociedades en el mundo
futuro. Ya en 1998, en la Encíclica Fides
et Ratio, Juan Pablo II había señalado a las relaciones entre la fe y la
razón como substanciales para una nueva universalidad, en la que la persona
humana recuperase su dignidad y plenitud.
El 7 de julio y el 7 de agosto pasados, en sendas columnas en
el diario italiano La Reppublica, Eugenio Scalfari, luego de leer la Encíclica Lumen Fidei, redactada en común por
Benedicto XVI y Francisco, formuló agudas preguntas sobre la fe y la razón,
Dios, la salvación y la experiencia histórica. Scalfari, es socialista, periodista y
escritor, y fundó y dirigió durante muchos
años La Repubblica, que renovó el periodismo italiano. Actualmente
tiene 89 años, es columnista dominical del diario y se autodefine como un no
creyente por muchos años, interesado y fascinado por la predicación de Jesús de
Nazaret.
Eugenio
Scálfari, frente a su vieja máquina de escribir, con la que revolucionó el
periodismo italiano y acaba de entablar un diálogo apasionante con Francisco
El 11 de septiembre, seguramente
de modo inesperado para Scalfari y los lectores de La Reppublica, Francisco respondió las preguntas, retomando de
algún modo el diálogo entre Ratzinger y Habermas. Aunque este nuevo diálogo no tiene la vinculación con el poder que el que acaban de sostener Putin y Obama acerca de
la presunta excepcionalidad de Estados Unidos, tal vez sea más trascendente para el futuro del mundo. Probablemente también augura
el momento en que Obama se pregunte ¿cuántas divisiones tiene el Papa?
La respuesta de Francisco a Scalfari
Francisco recibiendo como regalo del padre Mauro Zecca el auto que este utilizó para
recorrer su parroquia y que ahora ya usa Francisco: un Renault 4 de 1984
Apreciado Dr.
Scalfari:
Es con gran
cordialidad que, si bien sólo a grandes rasgos, quisiera intentar responder a la
carta que, desde las páginas de la Repubblica, ha querido dirigirme el 7
de julio con una serie de reflexiones personales suyas, que luego ha enriquecido
desde las páginas del mismo periódico el 7 de agosto.
Le agradezco,
ante todo, por la atención con la que ha sabido leer la Encíclica Lumen fidei. La
misma, de hecho, por voluntad de mi amado Predecesor, Benedicto XVI, que la ha
concebido y en gran medida redactado, y de quien, con gratitud, la he heredado,
está dirigida no sólo a confirmar en la fe de Jesucristo a aquellos que ya se
reconocen en ella, sino también a abrir un diálogo sincero y riguroso con
quienes, como Usted, se define "un no creyente desde hace años interesado
y fascinado por la enseñanza de Jesús de Nazaret".
Creo que es sin
duda positivo, no sólo para cada uno de nosotros como individuos, sino también
para toda la sociedad en la que vivimos, que nos detengamos a dialogar sobre una realidad tan
superior como la fe, que evoca la enseñanza y la figura de Jesús.
Pienso que
existen, en particular, dos circunstancias que hoy día hacen necesario y valioso
este diálogo, que constituye además, como es sabido, uno de los objetivos
principales del Concilio Vaticano II,
convocado por Juan XXIII, y del ministerio de los papas quienes, cada uno con
su sensibilidad y su aporte, han seguido desde entonces el camino trazado por
el Concilio.
La primera
circunstancia -como se desprende de las páginas iniciales de la
Encíclica- deriva del hecho que, a lo largo de los siglos de la
modernidad, se ha asistido a una
paradoja: la fe cristiana,
cuya novedad e incidencia en la vida del hombre desde los orígenes se han
expresado justamente a través del
símbolo de la luz, a menudo ha sido etiquetada como la oscuridad de la superstición que se opone a la luz de la razón.
De este modo entre la Iglesia y la cultura de inspiración cristiana, por una
parte, y la cultura moderna de matriz iluminista, por la otra, se ha dado la
incomunicación. Ahora es tiempo, y precisamente el Vaticano II ha inaugurado
este ciclo, de iniciar un diálogo
abierto y sin preconceptos que reabra las puertas para un serio y fecundo
encuentro.
La segunda
circunstancia, para quien busca ser fiel al don de seguir a Jesús en la luz de
la fe, deriva del hecho que este diálogo no es un accesorio secundario de la
existencia del creyente, sino que es una expresión íntima e indispensable.
Permítame que le cite a este respecto una afirmación de la Encíclica que
considero muy importante: puesto que la verdad que la fe atestigua es la verdad
del amor -se lee en ella- "se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la
convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al
contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es
ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la
seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo
con todos." (n. 34). Es éste el espíritu que anima las palabras que hoy le
escribo.
La fe, para mí,
nace del encuentro con Jesús. Un
encuentro personal, que ha tocado mi corazón y ha dado un nuevo rumbo y sentido
a mi existencia. Y así mismo un encuentro que ha sido posible gracias a la
comunidad de fe en la que he vivido y que a su vez me ha permitido acceder a la
inteligencia de la Sagrada Escritura, a la vida nueva que como agua fluyente
brota de Jesús a través de los Sacramentos, a la fraternidad con todos y al
servicio de los pobres, verdadera imagen del Señor. Sin la Iglesia
-créame- no habría podido encontrar a Jesús, bien sabiendo
que ese inmenso don de la fe reposa en la frágil vasija de arcilla de nuestra
humanidad.
Pues es
precisamente a partir de aquí, de esta experiencia de fe personal vivida en la
Iglesia, que me encuentro a gusto escuchando sus preguntas y buscando, junto
con Usted, las sendas que nos permitan, quizás, comenzar a andar un trecho del
camino juntos.
Me disculpo por
no seguir punto por punto los razonamientos que Usted me propone en su
editorial del 7 de julio. Me parece más fructífero -o digamos que me es
más natural- tocar directamente la esencia de sus consideraciones. No sigo
tampoco la modalidad expositiva de la Encíclica, en la cual Usted señala la
falta de una sección dedicada expresamente a la experiencia histórica de Jesús
de Nazaret.
Observo
solamente, para comenzar, que un análisis de este tipo no es secundario. Se
trata en efecto, siguiendo por lo demás la lógica que guía el articularse de la
Encíclica, de poner la atención sobre el significado de lo que Jesús ha dicho y
ha hecho y de esta manera, en definitiva, sobre lo que Jesús ha sido y es para
nosotros. Los Escritos de san Pablo y el Evangelio de san Juan, a los cuales se
hace particular referencia en la Encíclica, se basan en el sólido fundamento
del ministerio mesiánico de Jesús de Nazaret que alcanza su culminación
resolutiva en la pascua de muerte y resurrección.
Por lo tanto, es
necesario enfrentarse con Jesús, diría, en la concreción y aspereza de sus
vicisitudes, tal como nos las narra sobretodo el más antiguo de los Evangelios,
el de san Marcos. Se constata aquí que el "escándalo" que la palabra
y los actos de Jesús provocan a su alrededor derivan de su extraordinaria
"autoridad": una palabra, ésta, registrada ya en el Evangelio de san
Marcos, pero de difícil traducción. La palabra griega es "exousia",
que literalmente hace referencia a aquello que "proviene del ser",
que se es. No se trata de algo exterior o de algo forzado, sino de algo que
surge de dentro y que se impone por sí mismo. De hecho Jesús conmueve, desplaza, innova a partir -él mismo lo
dice- de su relación con Dios, llamado familiarmente Abbá, quien le
confiere esta "autoridad" para que él la emplee en favor de los
hombres.
Así Jesús predica "como uno que tiene autoridad",
cura, llama a sus discípulos a que lo sigan, perdona... todas cosas que, en el
Antiguo Testamento, son de Dios y sólo de Dios. La pregunta que más veces
retorna en el Evangelio de San Marcos: "¿Quién es éste que...?", y
que se refiere a la identidad de Jesús, nace de la constatación de una
autoridad diferente de la del mundo, una autoridad que no tiene como fin
ejercitar un poder sobre los otros, sino servirlos, darles libertad y plenitud
de vida. Llegando al punto de poner en juego la propia vida, al punto de
experimentar la incomprensión, la traición, el rechazo, al punto de ser
condenado a muerte, de caer en el estado de abandono en la cruz. Pero Jesús
permanece fiel a Dios, hasta la muerte.
Y es
precisamente en ese momento -como exclama el centurión romano al pie de
la cruz, en el Evangelio de San Marcos- en el que ¡Jesús se muestra,
paradójicamente como el Hijo de Dios! Hijo de un Dios que es amor y que quiere,
con todo su ser, que el hombre, que cada hombre, se descubra y viva él también
como su verdadero hijo. Esto, para la fe cristiana, es la confirmación del
hecho de que Jesús ha resucitado: no para triunfar sobre quien lo había negado,
sino para probar que el amor de Dios es más fuerte que la muerte, el
perdón de Dios es más fuerte que cualquier pecado, y que vale la pena emplear
la propia vida, hasta lo último, para testimoniar este inmenso don.
La fe cristiana
cree esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su vida para
abrirnos a todos el camino del amor. Por lo tanto tiene Usted razón, ilustre
Dr. Scalfari, cuando ve en la encarnación del Hijo de Dios el quicio de la fe
cristiana. Ya Tertuliano escribía "caro cardo salutis", la carne (de
Cristo) es el quicio de la salvación. Porque la encarnación, es decir el
hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido
alegrías y dolores, victorias y derrotas de nuestra existencia, hasta el grito
en la cruz, viviendo cada momento en el amor y en la fidelidad a Abbá, es
testimonio del increíble amor que Dios nutre por cada hombre, del valor
inestimable que les reconoce. Por ello, cada uno de nosotros está llamado a
hacer suya la mirada y la elección de amor de Jesús, a entrar en su modo de
ser, de pensar, de actuar. Esta es la fe, con todas sus expresiones,
puntualmente descriptas en la Encíclica.
Siempre en el
editorial del 7 de julio, Usted me pregunta además cómo entender la
originalidad de la fe cristiana puesto que ésta se basa precisamente en la
encarnación del Hijo de Dios, respecto a otros credos que en cambio se fundan
en la trascendencia absoluta de Dios.
La originalidad,
en mi opinión, radica precisamente en el hecho de que la fe nos hace
participar, en Jesús, en la relación que Él tiene con Dios que es Abbá y, bajo
esta luz, la relación que Él tiene con todos los demás hombres, incluso con los
enemigos, bajo el signo del amor. En otros términos, el vínculo de Jesús, como
nos lo presenta la fe cristiana, no nos ha sido revelado para marcar una
separación insuperable entre Jesús y los demás: sino para decirnos que, en Él,
todos hemos sido llamados a ser hijos del único Padre y hermanos entre
nosotros. La singularidad de Jesús está dada por la comunicación, no por la
exclusión.
Sin duda, de
ello también se desprende - y no es una nimiedad- la distinción
entre la esfera religiosa y la esfera política, sancionada con aquella
"Dad a Dios lo que es de Dios y a Cesar lo que es de Cesar",
afirmación íntegra de Jesús y sobre la cual, arduamente, se ha construido la
historia de Occidente. La Iglesia, en
efecto, está llamada a sembrar el fermento y la sal del Evangelio, es decir el
amor y la misericordia de Dios que alcanzan a todos los hombres, señalando la
meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y política le compete
la dura tarea de articular y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el
derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Para el que vive la fe
cristiana, esto no significa fuga del mundo ni búsqueda de hegemonía
alguna, sino servicio al hombre, al hombre todo y a todos los hombres, a partir
de la periferia de la historia, manteniendo siempre vivo el sentido de la
esperanza que incita a obrar el bien no obstante todo y mirando siempre más
allá.
Usted me
pregunta también, como conclusión de su primer artículo, qué decir a los
hermanos hebreos acerca de la promesa que Dios les ha hecho: ¿se ha malogrado
del todo? Este es -en verdad- un interrogante que nos concierne radicalmente,
como cristianos, porque, con la ayuda de Dios, sobre todo a partir del Concilio
Vaticano II, hemos redescubierto que el pueblo hebreo sigue siendo, para
nosotros, la raíz santa de la cual Jesús ha brotado. También yo, en la
amistad que he cultivado durante todos estos años con los hermanos hebreos, en
Argentina, muchas veces en la oración he interrogado a Dios, especialmente
cuando la mente traía el recuerdo de la terrible experiencia de la Shoah. Lo
que puedo decirle, con el apóstol Pablo, es que jamás se ha quebrantado la
fidelidad de Dios a la alianza estrecha con Israel y que, a través de las
terribles pruebas de estos siglos, los hebreos han conservado su fe en Dios. Y por esta razón, jamás les estaremos
suficientemente agradecidos, como Iglesia, pero también como humanidad. El
pueblo hebreo además, con su perseverancia en la fe en el Dios de la alianza,
nos recuerda a todos, incluso a nosotros los cristianos, que estamos siempre a
la espera, como peregrinos, del retorno del Señor y que por lo tanto debemos
permanecer siempre abiertos a Él sin jamás atrincherarnos en lo que ya hemos
alcanzado.
Paso ahora a las
tres preguntas que me hace en el artículo del 7 de agosto.
Tengo la
impresión de que, en las primeras dos, lo que le interesa es entender la
actitud de la Iglesia hacia quien no comparte la fe en Jesús. En primer lugar,
me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a quien no cree o no busca la
fe. Considerando que -y es la cuestión fundamental- la misericordia
de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con corazón sincero y contrito, la cuestión para quien no cree en Dios
radica en obedecer a la propia conciencia. Escucharla y obedecerla
significa tomar una decisión frente a aquello que se percibe como bien o como
mal. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestro actuar.
En segundo
lugar, me pregunta si el pensamiento según el cual no existe absoluto alguno y
por ende tampoco una verdad absoluta, sino solo una serie de verdades relativas
y subjetivas, es un error o un pecado. Para comenzar, yo no hablaría, ni
siquiera por lo que respecta a un creyente, de verdad "absoluta", en
el sentido que absoluto es aquello que es inconexo, aquello que carece de toda
relación. Ahora bien, la verdad, según la fe cristiana, es el amor de Dios
hacia nosotros en Jesucristo. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! Tanto es así que incluso cada uno de
nosotros percibe a la verdad y la expresa a partir de sí mismo: de su historia
y cultura, de la situación en la que vive, etc. Esto no significa que la
verdad sea variable y subjetiva, todo lo contrario. Significa que la verdad se nos revela siempre y sólo como
un camino y una vida. ¿No ha sido acaso el mismo Jesús quien ha dicho:
"¿Yo soy el camino, la verdad, la vida?" En otras palabras, siendo en
definitiva la verdad toda una con el amor, exige humildad y apertura para ser
buscada, escuchada y expresada. A este punto, es necesario aclarar bien los
términos y, tal vez, para salir de los encajonamientos de una contraposición...
absoluta, replantear a fondo la cuestión. Pienso
que esta es hoy una necesidad imperiosa para entablar ese diálogo sereno y
constructivo que tanto deseo y del cual hablaba en mis primeras líneas.
Como último
punto me pregunta si, con la desaparición del hombre sobre la tierra,
desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar Dios. Sin duda, la
grandeza del hombre radica en su capacidad de pensar Dios. Es decir en su
capacidad de vivir una relación consciente y responsable con Él. Pero la
relación se da entre dos realidades. Dios -este es mi pensamiento y esta
es mi experiencia, ¡pero cuántos, ayer y hoy, los comparten!- no es una idea,
si bien altísima, fruto del pensamiento del hombre. Dios es realidad con
"R" mayúscula. Jesús nos lo revela -y vive la relación con Él- como
un Padre de bondad y misericordia infinita. Dios no depende, por lo tanto, de
nuestro pensamiento. Además, aún si acabara la vida del hombre sobre la tierra
-y para la fe cristiana, en todo caso, este mundo, así como lo conocemos está
destinado a acabarse-, el hombre no acabará de existir y, de un modo que no nos
es dado saber, tampoco el universo creado con Él. La Escritura habla de
"cielos nuevos y tierra nueva" y afirma que, al final, en el dónde y
en el cuándo que se encuentra más allá de nosotros, pero verdadero y hacia el
cual, en la fe, nos encaminamos con ansia y espera, Dios será "todo en
todos". Ilustre Dr. Scalfari, concluyo de esta forma mis reflexiones,
generadas por aquello que ha querido comunicarme y preguntarme. Las reciba
como una respuesta provisional, pero sincera y optimista, a esa
invitación que me ha parecido vislumbrar de andar un trecho de camino
juntos. La Iglesia, créame, no obstante su lentitud, sus infidelidades,
sus errores y los pecados que pudo haber cometido y puede aún cometer en
aquellos que la componen, no tiene otro sentido ni fin sino el de vivir y
testimoniar a Jesús: Él que ha sido enviado por Abbá "a traer a los pobres
la alegre noticia, a proclamar a los prisioneros la liberación y a los ciegos
la vista, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del
Señor" (Lc 4, 18-19).
Con fraternal cercanía,
Francisco"
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