El Foro San Martín
tiene la satisfacción de subir a su blog este posteo en que están presentes dos
de sus amigos más cercanos. Roberto Bardini, periodista, escritor, docente y
hombre de Nuestra América, ha escrito otro de sus libros “Águilas y gallinas - Crónicas de la frontera México-Estados Unidos”.
Es sobre un tema que conoce muy a fondo, ya que vivió en México por más de un
cuarto de siglo, y que hoy recobra actualidad.
Y Alejandro Pandra, impulsor del FSM desde su comienzo e
incansable militante por la unidad de Nuestra Amèrica, publica en su Agendade Reflexión, como adelanto exclusivo, el primer capítulo de este libro,
editado por Punto de Encuentro. De ahì tomamos el comienzo de esta historia.
"Lucha por la Emancipación" Siqueiros |
A lo largo de 450
páginas, este libro narra la relación entre “vecinos distantes” que se remonta
a la conquista del Lejano Oeste, la guerra contra los apaches, la Doctrina Monroe y
el Destino Manifiesto, la fiebre del oro en California, la pérdida de
territorios mexicanos… También describe un submundo polleros o coyotes,
cantinas de Tijuana, traficantes de droga, pandillas juveniles de Los Ángeles y
narcomariachis].
México y Estados
Unidos comparten una frontera de 3.200 kilómetros,
que es la más transitada, vigilada, militarizada y mortífera del mundo. Del
lado estadounidense hay radares, cámaras de televisión, reflectores, sensores
para descubrir personas por el calor del cuerpo y telescopios de visión
nocturna. Y está la
Patrulla Fronteriza, una fuerza armada que generó su propia
leyenda. Antes era un pequeño grupo de ex soldados y ex alguaciles que
“montaban como mexicanos, se orientaban como indios, disparaban como pistoleros
y peleaban como demonios”. Hoy poseen camionetas todoterreno, avionetas y
helicópteros.
Pero nada logra frenar
a una marea silenciosa, nocturna, desarmada y débil que noche a noche cruza el
límite, atraviesa ríos, montañas y desiertos, y al amanecer se diluye
anónimamente en las ciudades. La mayor parte viene de México. El resto, de
América Central y del Sur. Son trabajadores migrantes en busca de un futuro.
Son los pollos o espaldas mojadas. Los que trabajan como recolectores de
cosecha, albañiles, plomeros, lavacopas, jardineros… Las que se emplean como niñeras,
mucamas, costureras, ayudantes de cocina. Son los cien oficios o mil usos, que
Estados Unidos necesita y rechaza, utiliza y discrimina.
El Cañón Zapata, Las
Vías y el canal Río Tijuana son tres puntos geográficos del lado mexicano, a
pocos metros de la ciudad californiana de San Ysidro, en la frontera con
Estados Unidos. Para algunos hombres y mujeres esos pasos o entradas
constituyen la antesala de un posible paraíso económico. Pero desde 1994,
cuando Estados Unidos puso en marcha la Operación Guardián,
las antesalas están rigurosamente vigiladas y la espera puede prolongarse
varios días y largas noches, en un real descenso a los infiernos, donde el
hambre duele y el frío cala los huesos.
La propaganda
turística de Tijuana asegura que es “la ciudad más visitada del mundo”. Habría
que agregar que también es la línea internacional donde más personas pierden la
vida al año. Las víctimas, en su abrumadora mayoría, son de nacionalidad
mexicana.
“Hace diez años, más
de mil personas esperaban aquí cada noche para cruzar al otro lado. Y cruzaban,
nomás. Pero ahora es imposible, por la enorme vigilancia tecnológica que han
desplegado las fuerzas de seguridad de Estados Unidos”, dice el comandante José
María Salazar, jefe del Grupo Beta en Tijuana. Esta fuerza forma parte de los
Grupos de Protección a Migrantes creados en 1990.
En 2000 el Servicio de
Inmigración y Naturalización (SIN) deportó a México a un millón y medio de
ciudadanos. Un gasto y un esfuerzo inútiles. En el permanente estira y afloja
de un lado y otro de la frontera los más experimentados no renuncian: el
regreso forzado a territorio mexicano es parte de las dificultades del cruce.
Estadísticas de organismos de derechos humanos indican que siete de cada diez
migrantes devueltos intentarán cruzar la línea a la semana siguiente.
Los indocumentados
reportan treinta puntos de entrada. La cantidad varía: según la época, dejan de
pasar por algunos lugares y se encaminan hacia otros. Depende del aumento o
descenso en la vigilancia de la Patrulla Fronteriza. Tijuana ha disminuido
su importancia, desplazada por Tecate y Mexicali, hacia el este. Generalmente,
antes de volver a intentarlo, los migrantes permanecen de tres a cuatro días en
la localidad fronteriza elegida para el cruce.
Los estados de
California y Baja California están unidos -o separados- por 224 kilómetros de
frontera. En 1994 había 1.475 agentes patrulleros desde San Diego hasta Yuma.
En 1999 eran 2.855, casi el doble.
Son las ocho de la
noche y estamos con el antropólogo Víctor Clark Alfaro, director del Centro
Binacional de Derechos Humanos de Tijuana, en el famoso Cañón Zapata, a un
costado en la colonia Libertad. El asentamiento es un conglomerado precario de
casas de chapa, madera y tela, con retorcidas calles de tierra que suben y
bajan sin alumbrado eléctrico, ubicado en una loma por donde pasa la línea
fronteriza.
Se cuenta que los
primeros habitantes de esta colonia fueron patriotas mexicanos que a principios
del siglo veinte estaban exiliados en Estados Unidos y que regresaron al triunfar
la Revolución
de 1910. Hoy nadie retorna a Libertad. Por el contrario, ahora es un lugar de
tensa vigilia para pasar furtivamente a territorio vecino, como lo atestigua la
presencia de una docena de hombres de diversas edades que esperan en la
oscuridad, fuman en silencio y nos observan con desconfianza.
“Esta noche cruzamos
o, a más tardar, mañana: los mexicanos somos buenos para correr”, nos dice al
rato un joven con acento salvadoreño o, quizás, hondureño.
En la frontera, ha
explicado el comandante Salazar antes de venir a este paraje en penumbras,
nadie se identifica como centroamericano. Todos dicen que son de Tabasco,
Chiapas o Veracruz.
Quince años atrás, los
niños de la colonia Libertad arrojaban desde lo alto llantas encendidas,
piedras y palos a la
Patrulla Fronteriza, mientras oleadas de cien o
doscientos hombres y mujeres se lanzaban a toda carrera cuesta abajo al grito
de “¡Viva Zapata, cabrones!”, y se perdían en la noche.
Ahora no es tan fácil,
porque hay un muro metálico de tres metros de alto. Fue construido con planchas
que fueron usadas por el ejército estadounidense en la operación Tormenta del
Desierto, durante la
Guerra del Golfo Pérsico en 1991.
La valla fue instalada
por el Primer Batallón de Construcción Anfibia de la Guardia Nacional.
Inicialmente, se utilizaron doce soldadores para unir las primeras cien yardas.
Luego, llegaron veinte ingenieros de la Guardia Nacional
de Missouri.
Las láminas de metal
se utilizaban en Irak, Kuwait y Arabia Saudita para que las orugas de los
tanques pudieran desplazarse por la arena. Nueve años después, esas planchas
tan efectivas en aquella región árabe fueron recicladas y se emplean en un
conflicto de baja intensidad con un país vecino al que se supone amigo, socio
comercial y destino turístico.
El congresista
republicano Duncan Hunter, de California, fue uno de los más entusiastas
patrocinadores de la barda metálica. Tan entusiasta que pretendía que se
extendiera desde el Océano Pacífico hasta el Golfo de México. Es decir,
proponía “sellar” los 3.200
kilómetros de frontera de un extremo a otro.
Algunos opositores al
proyecto del representante consideraron que equivalía a la construcción de una
especie de Muro de Berlín. Se equivocaban: Hunter aspiraba a erigir una réplica
de la Gran Muralla
china, cuya construcción se inició trescientos años antes de Cristo, continuó
bajo diferentes dinastías durante los mil años siguientes y se extiende a lo
largo de casi 7.000
kilómetros, desde la frontera con Corea hasta el
desierto de Gobi.
La valla en la frontera
México-Estados Unidos tiene una extensión de 27 kilómetros desde
la playa, en el Pacífico, hasta la zona de Tecate y Mexicali, hacia el este,
donde ya no es necesaria. Ahí solo hay desierto, piedras y alimañas, y no se
encuentra ni una sola gota de agua. Durante el día, además, la temperatura sube
a 50 grados centígrados, y en la noche desciende a bajo cero. Se corre el
riesgo de muerte por deshidratación en el día o por frío durante la noche.
Del otro lado del
muro, la Guardia Nacional estadounidense construyó una hondonada de cincuenta
metros de profundidad y, más atrás, un terraplén en el que hay reflectores de
diez metros de alto, potentes como los de un estadio de fútbol o un aeropuerto.
La luz de estos reflectores de alta intensidad, instalados en 1992, hace que no
exista diferencia entre el día y la noche.
Más o menos cada cien
metros se encuentran estacionadas camionetas de la Patrulla Fronteriza con las
luces de posición encendidas. Un poco más lejos, ocultas en las sombras de los
cañones, están las veloces motos de cuatro ruedas aptas para todo terreno. Y a
bordo de los vehículos, hombres recios, entrenados para capturar a otros
hombres, mujeres y niños.
Además de los
oficiales de la Aduana, la Patrulla Fronteriza y el Servicio de Inmigración y
Naturalización -explica José María Salazar- todas las corporaciones de
seguridad de Estados Unidos están desplegadas en la frontera. Están la policía
de San Diego, la Patrulla de Caminos y los alguaciles del sheriff. El jefe del
Grupo Beta dice que de los diez mil agentes que la Patrulla Fronteriza tiene en
todo el país, 2.200 están en la línea divisoria con Tijuana.
“Todos a la caza del
indocumentado”, agrega Víctor Clark Alfaro. El antropólogo es profesor en el
Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Estatal de San Diego.
Acostumbra traer a sus alumnos californianos en este recorrido, con la
intención de sensibilizarlos en relación con sus vecinos del sur.
De ahí nos vamos,
custodiados por dos agentes del Grupo Beta con pistolas calibre 45 en el
cinturón, hacia el canal Río Tijuana. Es otro viejo lugar de paso por el cual
hoy es muy difícil cruzar a Estados Unidos. Actualmente el canal está seco. En
la mitad mexicana, el lecho está asfaltado. La mitad estadounidense es un
pestilente depósito de fango y aguas negras, iluminado por reflectores como de
campo de concentración que se levantan detrás del muro metálico.
“Aunque parezca
mentira, hay gente que se baña ahí”, comenta Salazar.
Un agente me codea y
señala con su brazo la zona oscura del canal. A lo lejos, algunas siluetas
humanas se mueven furtivamente en fila india.
El recorrido concluye
en un paraje conocido como Las Vías o El Bordo, una elevación frente a la
colonia Cuauhtémoc. Los rieles, oxidados y en desuso desde hace varios años, mueren
en el muro metálico levantado por el país vecino. En la oscuridad, apoyados en
el muro o sentados sobre periódicos y cartón, hay diez hombres sin afeitar y
con la misma ropa de hace varios días, que se sobresaltan al vernos llegar. El
lugar huele a excremento y orín.
Clark Alfaro les
pregunta de dónde vienen y si esperan desde hace mucho tiempo. Algunos nos
piden cigarrillos y, al rato, vencida la desconfianza, uno de ellos hace la
misma afirmación que escuchamos antes: “A la madrugada cruzamos”.
A estos hombres
anónimos se les sigue llamando los wet backs (”espaldas mojadas”), como los que
a partir de la década de los años sesenta cruzaban a nado el río Bravo. Los
agentes de la Patrulla Fronteriza y los rancheros racistas también los
denominan brownies (”oscuritos”).
Los observo y siento
una mezcla de lástima, vergüenza, impotencia y odio. Me siento culpable por
haberme bañado y afeitado por la mañana, por estar relativamente bien vestido,
por llevar en el bolsillo de la camisa un paquete casi repleto de cigarrillos,
por exhibir mi libreta de apuntes y el grabador.
Entre enero y
septiembre de 2000 murieron 388 migrantes mexicanos en la frontera: uno cada 16
horas. Para decirlo de otra manera: en ocho meses dejaron de existir muchos más
seres humanos que los que perdieron la vida al intentar cruzar el Muro de
Berlín durante las tres décadas de guerra fría entre Estados Unidos y la Unión
Soviética. El muro de 144 kilómetros que dividía la capital alemana existió
desde agosto de 1961 hasta noviembre de 1989 y 192 personas murieron intentando
cruzarlo, mientras que 200 fueron heridas.
Recuerdo que pocos
meses atrás, Luis Herrera Lasso, ex cónsul general de México en San Diego, me
había comentado que una de sus principales tareas “diplomáticas” era recoger
cadáveres de desconocidos, tratar de identificarlos y repatriarlos a su tierra
de origen.
Una grieta entre las
planchas de metal deja ver, cien metros más abajo, las luces del puesto
fronterizo de San Ysidro, con varios carriles para vehículos. Las casetas de control
permanecen abiertas las 24 horas del día durante los 365 días del año.
La ciudad fue fundada
en 1909 por William Smythe, un urbanizador de San Diego, como una colonia
agrícola autosustentable, llamada originalmente Little Landers. Después tomó el
nombre de San Ysidro Labrador.
Se dice que Ysidro,
nacido en el siglo doce en la aldea árabe de Mayrit (para los cristianos
Magerit, actual Madrid), era un agricultor sin educación pero profundamente
devoto. Vestía como un ermitaño y, en su afán de agradar a Dios, trabajaba
incluso los domingos. El Señor lo castigó en dos ocasiones por no descansar al
séptimo día: la primera vez con una plaga de langostas y la segunda con lluvias
torrenciales que espantaron sus ovejas y arruinaron sus cultivos. A pesar de estas
amonestaciones, Ysidro continuó trabajando los domingos hasta que el Creador lo
amenazó con enviarle “malos vecinos”. Fue entonces cuando el agricultor decidió
obedecer.
Tijuana y San Ysidro
eran prácticamente una sola ciudad. Pero como sucedió con Berlín durante los
años de la guerra fría, se dividió con un muro excluyente. Hoy es un punto de
encuentro y desencuentro, donde contrastan el primer y el tercer mundo. La
frontera que nunca duerme atrae y expulsa a los “sin papeles”.
Existen pocos puntos
fronterizos en el mundo con la disparidad que comparten Estados Unidos y
México. Es una zona de paso, en la que de un lado se encuentra la potencia más
rica del planeta y del otro un país en el que casi el 80 por ciento de sus
habitantes vive en la pobreza.
Nos asomamos a una
grieta entre las planchas metálicas y observamos. Abajo, los agentes de la
aduana piden documentos a los conductores. Iluminan con linternas a sus
acompañantes y revisan los baúles traseros.
Sobre la garita de
control, un cartel luminoso con letras verdes parpadea en inglés y español:
“Los perros están trabajando. No los
acaricie ni les de alimentos”.
El aviso se refiere a
los canes entrenados para detectar droga oculta en compartimientos secretos de
los automotores.
Roberto Bardini
FSM.
El Mercosur invitó a Bolivia a integrarse como miembro pleno del bloque, Click AQUI
ResponderEliminarGracias, Rogelio. Se sabía que el ingreso de Bolivia se estaba conversando, pero la declaración del Ministro Choquehuanca es una confirmación de la seriedad del proceso, y una excelente noticia. Que subiremos ya a nuestra página de Facebook, cómo que no!
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