I.I. Shishkin "Pinar" |
Rusia ha dejado de ser hace pocos días la única potencia económica fuera de
la Organización Mundial de Comercio (OMC), y se convirtió en el socio nº 156 de esta institución, que media en los
conflictos entre países y establece las normas básicas que regulan el comercio
internacional. De inmediato solicitó su incorporación al Grupo Cairns
de la OMC.
Las negociaciones para el ingreso ruso a la OMC llevaron 18 años, y se
vieron influidas por la pugna interna entre concepciones nacionalistas y
liberales. El presidente Vladimir Putin firmó la ley que subordina la
legislación rusa a las normas de la OMC el 21 de julio, un documento que la
Duma y el Consejo de la Federación habían aprobado tan solo unos días antes. En
contra había votado toda la oposición, alegando unos que Rusia realiza una
inadmisible cesión de soberanía, y otros, que el país no está preparado aún
para el ingreso. Además, recurrió ante el Tribunal Constitucional, que falló a
favor del ingreso en tiempo récord.
Putin apuesta por la incorporación para estar entre quienes formulan las
reglas de juego y para tener instrumentos legales contra el proteccionismo que
frena las exportaciones rusas a la Unión Europea y a EE UU.
Pero el hecho importante para los países suramericanos – y aquellos que
comparten nuestra posición en el comercio internacional – es la decisión rusa
de unirse en el acto al Grupo Cairns.
Este grupo, fundado en la ciudad australiana de Cairns en 1986, se
propone que la OMC exija la eliminación de todas las medidas que
distorsionan el comercio internacional de productos agrícolas e impiden que los
países productores accedan a todos los mercados y reciban los precios justos por
sus productos. El grupo está formado por Argentina, Bolivia, Brasil,
Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Filipinas, Guatemala, Indonesia, Nueva
Zelanda, Pakistán, Paraguay, Perú, Sudáfrica, Tailandia y Uruguay y ahora
también por Rusia.
La importancia de su ingreso es que incrementa significativamente
el poder de negociación del Grupo, porque Rusia provee la mayor parte del gas
que consume la Unión Europea, quien por su parte es uno de los actores más
arbitrarios e injustos en el comercio de productos agrícolas.
El gas llega a Europa a través de un sistema de gasoductos que es
propiedad de GAZPROM, un gigante cuya propiedad es en un 60 % rusa y en un 40 %
de las empresas alemanas E.ON (entre las más grande empresas de energía del
mundo) y BASF (una de las más grandes empresas químicas). A raíz de
la grave crisis europea, a Alemania le cuesta vender sus productos a
los países de la periferia de la UE y aspira a celebrar un Tratado de Libre
Comercio con el MERCOSUR. Y el MERCOSUR exige la eliminación de las políticas
que cierran el mercado europeo a nuestros productos agropecuarios.
Así, el dueño del gas que consumen los europeos y los propietarios de la
empresa que lo traslada estarían de acuerdo en que se abran los mercados y se
pague el precio justo por los alimentos que producimos los sudamericanos.
Si se cumpliera, es una buena noticia. Distribuido adecuadamente el
incremento de ingresos que puede producir el precio justo, alcanzaría, por
ejemplo, para hacer propietarios a todos los argentinos, restablecer el pleno
funcionamiento de los ferrocarriles, concluir el anillo de fibra óptica en
América del Sur e independizarnos de los sistemas de Internet extra
continentales, o capitalizar el Banco del Sur de modo de tener un Banco
continental de desarrollo solidario que financie las grandes obras de
interconexión sudamericana y también el desarrollo de pequeñas y medianas
empresas en todo el continente.
FSM.
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