3 de septiembre de 2012

TIRADENTES



Los argentinos, en general los americanos cuya lengua materna es el castellano, conocemos poco de la historia del Brasil. No muchos saben que en la segunda mitad del siglo XVIII, la ciudad de Ouro Préto fue cuna de un movimiento liberal y republicano, la Conjuración Mineira. A la cabeza de esa rebelión contra la corona portuguesa las circunstancias colocaron a un hombre apasionado, agitador ferviente y defensor de los derechos del pueblo: Joaquim José da Silva Xavier (1746-1792), apodado Tiradentes, o «Sacamuelas». El intento fracasó, y Tiradentes fue ajusticiado.

El gran Darcy Ribeiro, ilustre ensayista brasileño, ex-senador, historiador y antropólogo, devoto de su Minas Gerais natal, le dedicó una oración apasionada. La volcó al castellano Herbert Mujica Rojas, de Perú. Y la publicó entre nosotros la Agenda de Reflexión. Copiamos aquí algunos fragmentos.

Tiradentes, mártir y héroe del Brasil y Latinoamérica

Evoco hoy aquí a algunos pocos, bravos hombres. Eran poetas, magistrados, empresarios, sacerdotes, militares, todos ellos mineiros. Personas inverosímiles para una revolución. Fueron ellos, sin embargo, quienes hace doscientos años prefiguraron el Brasil que ha de ser y se alzaron para edificarlo. Aquellos mineiros subversivos no atisbaron apenas los sueños libertarios de un Brasil utópico, sino que lucharon para concretarlos, plantando en el suelo del mundo una patria libre y soberana, próspera y feliz. En la lucha por esa causa mayor dieron y perdieron sus vidas. Uno de ellos, ahorcado. Los demás, en el destierro en Africa, donde murieron desengañados.

Entre ellos uno se destacó con honor. Fue Joaquim José da Silva Xavier, el Tiradentes. Al contrario de sus compañeros, ricos y letrados, Tiradentes era un hombre del pueblo. Su saber era hecho de experiencia, en su vida de tropero, minero, de curar enfermos, de dentista famoso y alférez. Pero, sobre todo, de conspirador. Debido a esas cualidades y a su talento de estadista, revelado últimamente por el revisionismo histórico, fue elegido como cabeza de la conspiración, imponiendo su mando a tantos hombres poderosos y letrados de la élite de Ouro Preto.

Tiradentes fue proclamado por todos como el principal, por su fervor republicano; su confianza en los mazombos (criollos) brasileros para construir un país próspero y transformarlo en una gran nación; su temeridad para acciones subversivas, contra el orden vigente y todo su aparato de dominación y opresión.

Evocamos los pensamientos y las acciones de aquellos conspiradores subversivos de Ouro Preto, doscientos años después de los días, de los meses, de los años -parejos a los de la Revolución Francesa- en que conjuraron, conspirando y planeando, tanto la lucha que deberían iniciar como la reconstrucción de Brasil, según su propio proyecto.

Todos tenían la certeza de que, unidos, pondrían las riquezas de Brasil al servicio de su propio pueblo. Deseaban crear aquí una república semejante a la que la América inglesa estaba creando en el norte, con su autonomía y libertad, en la búsqueda de su propia felicidad. Aspiraciones elementales, se podría decir hoy, si no fuesen tan actuales e incumplidas. ¿O no es verdad que, actualmente, a muchas personas aún les parece demasiado osado pensar en el desarrollo autónomo de Brasil, en su reconstrucción al servicio de su propio pueblo?

Los conspiradores mineiros se inspiraban tanto en el ejemplo norteamericano como en las ideas libertarias que recorrían el mundo y surgirían, simultáneamente, en la Revolución Francesa. Su fe mayor era en el derecho de los pueblos a vivir en libertad, gobernándose a sí mismos. Detestaban la tiranía colonial portuguesa, su forma brutal y arbitraria de gobernar y su ganancia sin límites.

Sobre estas bases se conjuraron para planear una República Brasilera, libre, soberana y próspera. Tendría una bandera blanca, con un triángulo rojo en el centro, que evocaría la santísima trinidad y tendría inscrito el lema virgiliano: Libertas quae sera tamem, es decir: Libertad, aunque sea tarde. El himno nacional sería el Canto genetlíaco de Alvarenga Peixoto:

Estes homens de vários acidentes
pardos e pretos, tintos e tostados,
Sao os escravos duros e valentes,
Aos penosos trabalhos acostumados.
Eles mudam aos rios as correntes,
Rasgam as serras, tendo sempre armados
Da pesada alavanca e duro malho
Os fortes bracos afeitos ao trabalho

Tiradentes tenía la total seguridad de que podía crear en Brasil una república mejor y más próspera que la de la América inglesa, porque habíamos sido mejor dotados por la naturaleza, contando con recursos minerales de inmensa riqueza, y nuestras ciudades eran más bellas y más cultas que las norteamericanas. Osado y ardiente, Tiradentes decía a quien le quisiese oír: ‘Si todos quisiéramos, podríamos hacer de este país una gran nación’.

También allí, en su testimonio, el teniente Joao Antonio de Melo nos cuenta que Tiradentes lo adoctrinaba diciendo: ‘Este país de Minas Gerais era riquísimo, pero todo lo que producía se lo llevaron para fuera sin dejar en él nada de la gran cantidad de oro que de él se extrae; que los quintos (impuesto de la quinta parte del total extraído) tampoco deberían salir, y que los oficios deberían ser para los hijos de estas minas para que sirviesen de dote a sus hijas y diesen sustento a sus familiares. Que hacía poco tiempo, un General se había despedido de este país cargado de dinero y había llegado otro para hacer lo mismo’.
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Tiradentes es, para mí, Ouro Preto, en la belleza de sus iglesias, en la dureza de sus piedras, en la pureza de sus aguas, en las matracas de la Semana Santa, en el silencio de su pueblo que vive, vigila y espera. ¿Dónde, en Minas, hay, un magistrado subversivo? ¿Un poeta revolucionario? ¿Un cura conspirando contra el orden? ¿Un empresario osando soñar con un Brasil autónomo y próspero, de prosperidad generalizada para todos?

Lo que nos hace falta es, todavía, corazón para sentir su llamada de grandeza. Lo que nos hace falta es, también, alma para adueñarnos de su heroísmo libertario es lucidez para retomar su coraje utópico de proyectar el Brasil del futuro. Nos falta, principalmente, dijo el poeta, la cara para heredar las hirsutas barbas de Tiradentes, nuestro héroe mayor.

… Fracasada la Insurrección Mineira por las declaraciones registradas en la historia, los conspiradores fueron presos, primero en Ouro Preto, después en Río de Janeiro, y durante tres años maltratados, interrogados, enfrentados y humillados.

La sentencia de los jueces de María La Loca dice así: ‘Condenan al reo Joaquim José da Silva Xavier, alias el Tiradentes, que fue alférez de la tropa paga de la Capitanía de Minas, a ser conducido por las calles, atado y anunciado por el pregonero hasta el local de la horca, y en ella morir, y que después de muerto le sea cortada la cabeza y llevada a Villa Rica, en donde será clavada en un poste alto, en el local más público, hasta que el tiempo la consuma; y su cuerpo será dividido en cuatro cuartos, y clavado en postes, por el camino de Minas, en la finca de la Varginha y de las Cebolas, donde el reo realizó sus infames prácticas…”.

Tiradentes se mantuvo altivo durante todo el juicio, asumiendo toda la culpa, pidiendo perdón a los compañeros por no poder salvarlos. Decía que daría hasta diez vidas, si las tuviera, para salvar a cada uno de ellos. De ese calibre están hechos los héroes. Ellos se mantienen, digo yo, del fervor de su fe por la causa que abrazaron, de la certeza de que luchan por la buena causa y de que el oprobio de hoy, mañana recaerá sobre sus verdugos.

Cumplida la sentencia, un sacerdote se asomó al balaustre para discursear a la multitud una arenga sobre el derecho divino de los reyes y la hediondez del crimen de traición y de lesa majestad. Lo sorprendente es que ese orador sacro, Raimundo de Panforte, hablando allí, al lado del cuerpo aún caliente de Tiradentes, nos ofreció de él una imagen digna. Dijo, refiriéndose a nuestro héroe, que él fue ‘uno de aquellos individuos de la especie humana que espantó a la misma naturaleza. Entusiasmado con la dureza de un comando, emprendedor con un fuego de don Quijote, hábil con desinterés filosófico, audaz y osado, sin prudencia en ocasiones; y en otras, temeroso del ruido que produce una hoja al caer; pero con un corazón bien formado’.

Bajaron, finalmente, el cuerpo muerto y allí, al pie de la horca, lo decapitaron, descuartizaron, salaron y depositaron en un carro que lo llevaría a las montañas de Minas para cumplir la pena del escarmiento, plantando sus despojos en postes altos. Incluso su cabeza, que descolgaron, ya podrida, derramando los sesos, en el más elevado poste, ubicado en la plaza principal de Villa Rica.

Cuenta la generosa leyenda que un mineiro anónimo subió una noche por el poste, robó el cráneo de Tiradentes y le dio sepultura cristiana. El primer acto oficial de consagración de Tiradentes fue del gobierno mineiro que, tras la independencia, mandó derribar el monumento de ignominia, erguido en Ouro Preto, contra el héroe mártir de la liberación nacional.

Tiradentes en nosotros. Continúa en nosotros latiendo. Por los siglos continuará clamando en la carne de los nietos de nuestros nietos, exigiendo de cada uno de nosotros su dignidad, su amor a la libertad.

As barbas. As barbas. As barbas
Aqui permanecerao
A espera doutra cara e doutra vergonha


FSM

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